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La casa como refugio

Por: Ricardo Hernández El Día Martes 02 de Septiembre del 2025 a las 08:58

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La sala permanecía en silencio después de lo ocurrido. El niño yacía inconsciente, y la madre aún se recuperaba del desmayo. Afuera, la tormenta había cedido, pero el aire conservaba un peso insoportable, como si la oscuridad se negara a retirarse del todo.

El padre Carlos no se movió durante varios minutos. Seguía con el crucifijo alzado, observando al pequeño con una mirada fija, como quien espera un último movimiento de su enemigo. Finalmente bajó el brazo y respiró con fuerza.

—Ricardo —dijo con voz grave—, debemos preparar esta casa. Lo que viste no ha terminado. Fue solo un aviso, y lo que viene exigirá más de nosotros que una simple oración.

Asentí, aunque la duda me atravesaba como una lanza. ¿Cómo se prepara una casa para una batalla contra algo que no se ve? El padre parecía leer mis pensamientos, porque me miró y añadió:

—El mal no soporta lo sagrado. Haremos de este lugar un refugio, pero también un campo de guerra. Tú serás mis manos cuando yo no pueda moverme.

La mujer, aún pálida, se aferraba al brazo de su hijo mayor. El joven intentaba mantener al niño en calma, aunque el pequeño seguía respirando con dificultad. Sus rostros reflejaban un miedo crudo, casi animal.

El padre Carlos se puso de pie lentamente, apoyándose en su bastón. Caminó hacia la mesa donde había dispuesto los objetos sagrados y tomó la vela. La volvió a encender con decisión.

—La luz debe permanecer encendida siempre —dijo—. Donde la oscuridad encuentra sombra, allí se esconde. Ricardo, tu tarea será vigilar que nunca falte esta llama.

Me acerqué a la vela y asentí. La pequeña flama parecía insignificante frente a lo que enfrentábamos, pero en ella había una fuerza que no podía ignorarse. Al mirarla, sentí que también ardía dentro de mí una chispa de fe.

El sacerdote tomó un recipiente de agua bendita y me lo entregó. El líquido temblaba dentro del vaso de barro, como si supiera lo que estaba por venir.

—Rocía las esquinas de la sala. Que cada rincón recuerde que pertenece a Dios. No dejes nada sin bendecir, porque el enemigo siempre busca grietas por donde entrar.

Obedecí, caminando con pasos inseguros. Cada vez que el agua caía sobre la madera, sentía un leve escalofrío en la piel, como si las paredes mismas exhalaran un suspiro antiguo. El olor a humedad se mezclaba con el incienso que aún flotaba en el aire.

Mientras lo hacía, el padre Carlos entonaba un salmo en latín. Su voz era grave, solemne, y retumbaba en las paredes:

Dominus illuminatio mea, et salus mea; quem timebo?

El niño comenzó a gemir en sueños. Su cuerpo se agitaba, aunque sus ojos permanecían cerrados. La madre se inclinó sobre él, pero el sacerdote la detuvo con un gesto.

—Déjalo. Ahora no lo toques. Sus cadenas internas aún no han sido quebradas del todo —explicó con calma, aunque sus ojos revelaban la tensión.

La mujer se llevó las manos al rostro, murmurando entre lágrimas: “¿Hasta cuándo, Señor?”. El joven solo apretaba los dientes, conteniendo un sollozo que le partía el alma.

—Ricardo, coloca una silla junto a la puerta —me indicó el padre—. Ninguna persona debe entrar sin mi consentimiento. La batalla espiritual se libra también contra las distracciones humanas.

Hice lo que me pidió. Moví una silla pesada y la coloqué como guardia muda frente a la entrada. Al hacerlo, escuché un crujido en el techo, como si algo se arrastrara lentamente sobre las vigas.

El sacerdote tomó de nuevo el crucifijo y lo colocó sobre el pecho del niño. La madre sollozó con fuerza, pero se contuvo. El sacerdote cerró los ojos y murmuró una oración más larga, con voz firme:

Exsurge, Domine, et dissipentur inimici tui. Levántate, Señor, y que se dispersen tus enemigos.

El silencio se hizo profundo. Solo el crepitar de la vela rompía la quietud. Por un instante pensé que todo se había calmado, pero entonces un golpe seco resonó en las paredes, como un puño invisible.

La madre gritó, el joven retrocedió, y yo sentí un escalofrío recorrerme la espalda. El padre Carlos abrió los ojos, imperturbable, y levantó la voz:

—No teman. Son solo alaridos. Nada puede atravesar donde Dios ya ha sido invocado.

La mujer respiraba agitada, como si esas palabras fueran lo único que la mantenía en pie. El joven miraba a su hermano con impotencia, incapaz de asimilar lo que sucedía.

Yo terminé de rociar el agua bendita y volví a colocar el recipiente en la mesa. El padre me miró con una leve aprobación, como si aquel gesto hubiera sido más importante de lo que imaginaba.

—Ahora —dijo con solemnidad—, debemos consagrar toda la casa. No basta con esta sala. Ricardo, me acompañarás. Tú irás delante, yo detrás, y juntos recorreremos cada estancia.

Tomó su bastón y la vela, y con paso lento comenzó a caminar hacia el pasillo. Yo lo seguí con el recipiente de agua, sintiendo que cada puerta cerrada ocultaba un misterio.

La primera habitación estaba vacía. Al entrar, el padre levantó el crucifijo y recitó de nuevo una oración. Yo arrojé unas gotas de agua en cada esquina, temiendo que algo invisible me observara desde las sombras.

Así fuimos recorriendo la casa. Cuarto por cuarto, pasillo por pasillo. Cada oración parecía grabarse en los muros como una marca invisible. Yo sentía que las sombras retrocedían, aunque no desaparecían del todo.

En una de las habitaciones más oscuras, el aire se volvió helado de repente. La vela chisporroteó y casi se apagó. El padre entonces pronunció con voz firme:

In nomine Iesu Christi, recede!

Sentí que algo se deslizaba detrás de mí, como un soplo frío en la nuca. No me atreví a girar la cabeza. El padre puso una mano en mi hombro y me tranquilizó:

—No temas, Ricardo. Es resistencia. Cuando el enemigo se siente acorralado, muestra sus dientes.

Cuando regresamos a la sala, el niño seguía tendido en el suelo, inmóvil, con el crucifijo sobre su pecho. La madre lo observaba con ojos rojos, agotada por el llanto, mientras el joven parecía derrotado por la impotencia.

El padre Carlos se dejó caer en su silla y respiró profundamente. El cansancio se notaba en sus facciones, pero sus ojos seguían firmes.

—Ricardo —dijo al fin—, hoy diste tus primeros pasos en esta lucha. No todos resisten, pero tú lo has hecho. Aún así, recuerda que la fe es un fuego que debe alimentarse cada día.

Sentí un extraño orgullo al escucharlo, aunque también un peso enorme en los hombros. No sabía si estaba listo para aquello, pero ya no había marcha atrás.

La vela ardía con fuerza, iluminando los rostros cansados de todos. Afuera, la lluvia finalmente se había detenido, pero en mi interior supe que la tormenta real apenas estaba gestándose.

El padre Carlos levantó la vista y, con un tono de advertencia, concluyó:

—Esto es solo el comienzo. La casa está protegida, pero la oscuridad siempre busca rendijas. No debemos bajar la guardia, Ricardo. La verdadera batalla aún aguarda en silencio.

Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista

Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.

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