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El amanecer de la prueba

Por: Ricardo Hernández El Día Lunes 01 de Septiembre del 2025 a las 08:47

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El amanecer llegó lento, como si el sol dudara en salir. Los rayos atravesaban la lluvia que aún persistía, tiñendo la calle de un gris enfermizo. Dentro de la casa, el aire estaba impregnado de silencio. Cada rincón parecía contener la espera.

El padre Carlos ya estaba despierto desde antes que el gallo cantara. El rosario descansaba sobre la mesa, aunque sus manos no lo soltaban del todo. La fatiga de la noche anterior se reflejaba en su rostro, pero sus ojos permanecían firmes.

Yo apenas había conciliado el sueño, y al abrir los ojos lo encontré en oración. No quise interrumpir, pero su voz grave se alzó sin mirarme:

—Ricardo, hoy necesito tu ayuda. Mantente sereno, porque no todos tienen el privilegio de presenciar lo que verás.

Mis manos sudaban. No supe si asentir o responder. Me limité a quedarme en silencio, como si ese fuera ya mi primer acto de obediencia.

Un nuevo golpe en la puerta nos recordó que la espera había terminado. Esta vez no fue desesperado, sino contenido, como el llamado de quien sabe que no hay vuelta atrás.

Abrí la puerta y allí estaba la mujer, ahora con el rostro demacrado. El joven cargaba de nuevo al niño, más pálido que la noche anterior. Sus labios murmuraban palabras incomprensibles, como un murmullo antiguo que nunca cesaba.

El padre Carlos se incorporó lentamente, apoyándose en su bastón. Con un gesto me indicó que los dejara pasar. La sala volvió a llenarse de esa tensión indescriptible, mezcla de miedo y esperanza.

—Siéntense —ordenó el sacerdote—. El niño debe permanecer en el suelo, frente al altar que ya está preparado.

Me giré y vi cómo había dispuesto todo durante la madrugada. Sobre la mesa reposaban una Biblia abierta, un recipiente de agua bendita, un crucifijo y una vela encendida que iluminaba el espacio con su pequeña llama.

—Ricardo, acércame la Biblia —me dijo con voz firme. No era una petición, era un mandato cargado de solemnidad.

Obedecí y la puse en sus manos. Al recibirla, sus dedos temblaron apenas, como si aquel libro pesara más de lo que aparentaba.

El padre Carlos comenzó a leer en latín. Su voz era pausada, profunda, y llenaba la sala con un eco que parecía no tener origen en un solo hombre.

El niño, al escuchar las palabras, se agitó con violencia. Sus ojos se tornaron inyectados en sangre y su boca emitió un gruñido que heló la médula de todos los presentes.

La mujer rompió en llanto. El joven intentó sujetar al niño, pero este parecía tener la fuerza de varios hombres. Yo me acerqué instintivamente, pero la voz del sacerdote me detuvo.

—¡No lo toques, Ricardo! —me gritó con una dureza que nunca le había escuchado—. No es él quien lucha ahora.

Retrocedí de inmediato. El padre Carlos levantó el crucifijo y lo sostuvo frente al niño. La llama de la vela osciló de manera extraña, como si alguien soplara desde lo invisible.

El murmullo del niño se convirtió en palabras claras, pero no en español. Era latín, un latín arcaico, pronunciado con un desprecio que no parecía humano.

Quid mihi et tibi, sacerdos? —escupió la voz del niño. ¿Qué tengo yo que ver contigo, sacerdote?

El padre Carlos no se inmutó. Con voz solemne respondió:

Dominus tibi imperat. El Señor te lo ordena.

En ese instante, un estruendo sacudió la casa. Las ventanas vibraron y la vela se apagó. La penumbra cubrió la sala como un manto espeso.

Yo quise correr a encender la luz, pero la voz del padre me detuvo de nuevo.

—Quieto, Ricardo. No temas a la oscuridad. Ella solo es máscara de lo que no soporta la luz.

Me quedé inmóvil, con el corazón latiendo en mis oídos. Afuera la tormenta parecía reanudarse, aunque el amanecer ya había llegado.

El niño lanzó un alarido tan penetrante que pensé que los vidrios se romperían. Su cuerpo se arqueó en un gesto antinatural, como si alguien lo doblara desde dentro.

El padre Carlos comenzó a recitar con más fuerza, cada palabra resonaba como un martillazo invisible contra aquello que habitaba al niño.

—Exorcizo te, omnis immundus spiritus

La mujer se cubría los oídos, el joven lloraba sin poder contenerse, y yo apenas lograba sostenerme en pie. Sentía que algo nos rodeaba, una presencia que buscaba quebrarnos a todos.

El crucifijo en la mano del sacerdote brilló con un resplandor extraño, reflejando la poca luz que quedaba en la sala. El rostro del padre Carlos parecía transfigurado, endurecido por una fuerza que lo sobrepasaba.

Entonces el niño habló otra vez, esta vez en un tono burlón, dirigiéndose directamente a mí:

—Ricardo… tú también eres débil. ¿Qué harás cuando él ya no pueda protegerte?

Sentí un escalofrío recorrerme el cuerpo. El padre Carlos me miró de reojo y, sin dejar de recitar, dijo con firmeza:

—No lo escuches, Ricardo. Sus palabras son cadenas. Mantente libre en tu silencio.

Obedecí, aunque cada fibra de mi ser quería gritar. Me limité a apretar los dientes y mirar al sacerdote, que continuaba el combate.

El aire en la sala se volvió pesado, casi irrespirable. Cada respiro era un esfuerzo, como si estuviéramos bajo el agua. La vela volvió a encenderse sola, y con ella, la figura del niño quedó iluminada de forma siniestra.

El padre Carlos levantó la Biblia y la dejó caer abierta sobre el pecho del niño. El grito que siguió fue tan desgarrador que parecía provenir de más de una voz, como un coro de lamentos imposibles.

La mujer desmayó de la impresión, y el joven la sostuvo mientras trataba de no soltar al niño. Yo me acerqué a ayudar, pero otra vez la mirada del padre me contuvo en seco.

La tormenta golpeaba con furia los muros, como si quisiera derribar la casa. Afuera el día clareaba, pero adentro la oscuridad seguía reinando.

El padre Carlos elevó el crucifijo una última vez en dirección al niño y pronunció con voz atronadora:

—¡Christus vincit! ¡Christus regnat! ¡Christus imperat!

El niño cayó de golpe, como un muñeco sin vida. La sala quedó en silencio absoluto. Nadie se atrevió a moverse.

Yo respiraba con dificultad, intentando comprender si aquello había terminado o apenas comenzaba. El rostro del padre Carlos estaba bañado en sudor, pero sus ojos seguían firmes, clavados en el cuerpo del pequeño.

Entonces, sin apartar la vista, dijo en un susurro que me heló la sangre:

—Esto no ha acabado, Ricardo. Apenas hemos tocado la superficie de lo que está por venir.

Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista

Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.

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