El último exorcista
La casa se levantaba al final de la calle empedrada, silenciosa como un monasterio olvidado. Sus paredes húmedas guardaban un aire detenido, denso, como si respiraran por sí solas. Cada rincón parecía conservar un susurro antiguo, una plegaria perdida en el tiempo.
El padre Carlos me esperaba en su sillón de respaldo alto, un trono de madera oscura que parecía haber nacido con él. Su cuerpo, todavía robusto a pesar de los años, se inclinaba levemente hacia delante. Tenía la barba blanca y espesa, y el cabello, igual de blanco, le caía sobre la frente.
Su rostro serio estaba lleno de arrugas que se abrían como surcos en la tierra seca. Pocas veces lo vi reír, pero cuando lo hacía, un resplandor inesperado se encendía en sus ojos azules. En esos momentos comprendía que bajo la severidad habitaba también una ternura escondida.
Entre sus manos fuertes, aunque ya temblorosas, descansaba el rosario. Las cuentas brillaban gastadas por el roce de décadas, como si guardaran en su superficie los secretos de todas las confesiones escuchadas. Su pulgar avanzaba con lentitud, sosteniendo cada oración como un hilo de vida.
Yo lo observaba en silencio, sentado frente a él, respirando el mismo aire pesado de la sala. No era mi maestro, ni mi patrón. Era mi amigo, el padre Carlos, y con los años me había convertido en su acompañante constante, casi en su sombra.
Nunca lo busqué como guía espiritual. El encuentro fue casual, un cruce de caminos que parecía no tener importancia. Pero sus palabras, a veces duras, otras misteriosas, me fueron atrapando. Así nació nuestra amistad, sin pactos ni promesas, solo con confianza.
Él había sido exorcista durante más de medio siglo. No lo decía con orgullo, como quien presume un título, sino con la fatiga de quien ha llevado una cruz demasiado pesada. El pueblo lo llamaba “el último exorcista”, y él nunca lo desmentía.
En sus relatos de juventud aparecía un sacerdote fuerte, de voz grave y resonante, capaz de llenar de eco una iglesia vacía. Decía que entonces bastaba con invocar el nombre de Dios para que las tinieblas retrocedieran. Todo parecía más sencillo en aquellos tiempos.
Ahora, con ochenta años y el cuerpo inclinado sobre el bastón, las certezas se habían vuelto más frágiles. El padre Carlos no sabía ya si había luchado contra demonios verdaderos o contra dolores humanos disfrazados de sombras. Sus dudas eran más hondas que sus recuerdos.
En las sobremesas de domingo, en la fonda donde el ruido de los vasos lo reconfortaba, lo escuchaba narrar sus memorias. Decía que el bullicio de la gente espantaba a los fantasmas. Yo sonreía, sin saber si hablaba en serio o en metáfora.
Allí, entre el aroma del café recién colado y los murmullos de los comensales, sus palabras caían con el peso de un conjuro. No hablaba para impresionar. Hablaba como quien suelta piedras de la memoria, una por una, hasta vaciar los bolsillos del alma.
En una de esas noches, lo acompañé a un hospital abandonado. Los pasillos oscuros parecían alargarse sin fin, y el eco de nuestros pasos golpeaba las paredes como si algo invisible nos respondiera. La humedad olía a herrumbre y a sangre seca.
El padre Carlos se detuvo frente a una puerta carcomida, apoyó con fuerza su bastón en el suelo y levantó la cabeza. Sus ojos azules, apagados por la edad, se encendieron con un brillo férreo. El rosario temblaba en sus manos gruesas.
Luego comenzó a murmurar en latín: “Vade retro, Satana! Nunquam suade mihi vana. Sunt mala quae libas. Ipse venena bibas”. La atmósfera se volvió insoportablemente pesada, como si alguien hubiera cerrado el aire con un puño invisible.
El suelo crujía bajo nuestros pies. Yo sentía un peso extraño en el pecho, un ahogo que no provenía de mí. No vi nada, pero juraría que una mirada oscura se posaba sobre nosotros desde la sombra.
El padre Carlos no se movía. Sus labios seguían el ritmo de la oración, su voz grave era una espada que cortaba el aire. No temblaba por miedo, sino por el esfuerzo de sostener la batalla.
Cuando abrió los ojos, me miró con severidad. “No temas —me dijo—, no han venido por ti”. Su voz era calma, pero no sonaba a consuelo. Era una sentencia. Y esa certeza me atravesó como un viento helado.
Desde entonces supe que mi lugar estaba a su lado, aunque no pudiera comprenderlo todo. No era un trabajo, no era un deber. Era la necesidad de acompañar a quien parecía habitar entre dos mundos.
En su casa, la quietud era igual de densa que en aquel hospital. El padre Carlos se inclinaba hacia adelante, como si escuchara algo más allá de mis palabras. Yo contenía el aliento, esperando el gesto que siempre anunciaba una presencia invisible.
A veces me preguntaba cómo podía vivir en esa vigilia permanente. Su carácter serio lo hacía parecer una roca, pero en los momentos más insospechados dejaba escapar una sonrisa. En esos destellos se revelaba la humanidad que aún lo habitaba.
Decía que los peores demonios no eran los que hablaban con voces extrañas, sino los que se escondían en el silencio. Los había visto en confesiones, disfrazados de culpas que consumían a los hombres desde dentro.
El padre Carlos era, sobre todo, un confesor. Las personas acudían a él con sus dolores más secretos. Él no los juzgaba ni los absolvía a la ligera. Escuchaba con paciencia, con esa mirada que parecía atravesar las máscaras y llegar al corazón.
Una vez, después de escuchar a un hombre que no podía perdonar a su padre, me dijo: “¿Ves? Eso también es un exorcismo. No de un demonio, sino de un recuerdo que envenena”. Yo lo escuchaba como quien descubre un secreto largamente escondido.
Con frecuencia me preguntaba por qué seguía ahí, acompañando a un anciano que hablaba de sombras. Quizá buscaba algo en sus palabras, quizá era el misterio lo que me atraía. O tal vez era simplemente él: su sola presencia bastaba.
Los años lo habían vuelto más lento, pero no más débil de espíritu. Cada arruga en su rostro era un recordatorio de que la fe también envejece, aunque sin quebrarse. El padre Carlos parecía sostenerse en pie gracias a una fuerza que venía de otro tiempo.
Una tarde lo encontré más cansado que nunca. Su respiración era pesada, y sus manos se aferraban al bastón como si fuera el último sostén. Me miró y dijo con voz apenas audible: “Estoy cerca del final”.
Yo quise negarlo, decirle que todavía le quedaba camino, pero sus ojos me desarmaron. Eran dos espejos de agua clara, opacos por la vejez, pero con un brillo que atravesaba cualquier respuesta.
“No me preocupa la muerte —añadió el padre Carlos—. Me preocupa el olvido. Que todo lo vivido se disuelva como humo y nadie recuerde lo que luchamos”.
Salí de la casa con esas palabras clavadas en la memoria. El pasillo estaba oscuro y silencioso, como si guardara cada secreto en sus paredes. Mis pasos sonaban demasiado fuertes, como si despertaran algo dormido.
Al cerrar la puerta, sentí un aire frío rozarme la nuca. No supe si era viento o un suspiro. Caminé hacia la calle, con la certeza de que no estaba solo, de que algo, sin rostro ni sombra propia, avanzaba a mi lado.
Esa noche comprendí que la guerra del padre Carlos nunca terminaría del todo. Sus demonios no eran ya criaturas externas, sino memorias, dolores, olvidos. Y esas sombras no se disipan, solo cambian de lugar.
Él quedó atrás, en su sillón, con la barba blanca brillando a la luz tenue. El rosario colgaba de sus manos firmes, como si sostuviera en ese hilo de cuentas la última frontera.
Yo, en cambio, me alejaba con paso incierto, convertido sin querer en cronista de sus batallas. No sabía si alguna vez podría contarlas como él las había vivido, pero sentía que alguien debía hacerlo.
La calle empedrada parecía no terminar nunca, y el silencio se pegaba a mis hombros como un manto. Cada sombra era un recordatorio de que lo invisible seguía presente, aguardando su momento.
El padre Carlos, con su barba espesa y sus ojos azules, era la última muralla entre la vida y el abismo. Y yo, su amigo, no sabía si estaba preparado para ser testigo de su despedida.
Esa noche, sin embargo, entendí que la historia ya no me pertenecía solo a mí ni a él. Las sombras también reclamaban su parte. Y quizá, en el fondo, eran ellas las que me obligaban a escribir.
El último exorcista seguía allí, respirando con dificultad, escuchando lo que yo no podía oír. Su silencio, más que su voz, era la herencia que dejaba al mundo.
Y mientras me alejaba en la oscuridad, comprendí que las batallas que había librado no se apagaban con su vida. Permanecían, esperando. Y algunas, tal vez, ya habían comenzado a buscarme.
Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista
Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
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