Prosperidad compartida o grandeza americana
En las últimas semanas, se ha desatado una tormenta de rumores en torno a los intereses de Estados Unidos hacia México. Se habla de supuestas listas de objetivos, de planes de intervención en territorio nacional, de maniobras encubiertas y de estrategias de presión que circulan en medios, redes y conversaciones privadas. En medio de ese ruido, donde la especulación corre más rápido que la confirmación, he decidido hacer un alto y ofrecer un análisis basado en lo que considero los elementos más relevantes y verificables para entender la situación actual, sus riesgos y sus posibles desenlaces.
El marco estratégico de la relación de nuestro país con el vecino del norte cambió de manera profunda en 2025. El 20 de enero, la Casa Blanca emitió una orden que creó un procedimiento para designar cárteles como Organizaciones Terroristas Extranjeras y habilitó una emergencia nacional bajo la IEEPA; esa orden también instruyó preparativos operativos vinculados con la Alien Enemies Act. Poco después, el Departamento de Estado avanzó con designaciones formales y lineamientos, mientras análisis independientes advirtieron sobre el alcance jurídico y operativo de ese viraje. En este mes, hace apenas unos días, el gobierno de México entregó en extradición a 26 presuntos miembros de cárteles, en la segunda remesa masiva del año, en un contexto de fuertes presiones y amenazas de medidas unilaterales. La narrativa de “narcoterrorismo” busca mover la frontera legal y política de la cooperación hacia esquemas más intrusivos.
El giro de Washington se articula con un uso expansivo de la coerción económica. En febrero se impusieron aranceles generales a México y Canadá dentro de una ofensiva comercial más amplia, y el 6 de agosto se anunció un arancel de 100% a chips importados con exenciones condicionadas a relocalización industrial. La seguridad dejó de vivir separada de la geoeconomía: el mensaje combina sanción, relocalización y seguridad de cadenas críticas. Ese entrelazamiento alimenta una relación de poder asimétrica donde la palanca comercial se usa como instrumento de seguridad y, a la vez, de política industrial doméstica en Estados Unidos.
Desde la óptica mexicana, la posición presidencial ha sido nítida: cooperación sí, despliegue militar extranjero en territorio nacional jamás, mientras algunas encuestas señalan que una parte de la ciudadanía estaría dispuesta a aceptar ese tipo de acciones si trajeran una pacificación real del país. A nivel operativo, el gobierno acompasó esa línea con extradiciones de alto impacto y con la promesa de mantener la interlocución en un marco bilateral. La respuesta busca canalizar la presión hacia cauces institucionales y enfatizar soberanía en el terreno.
La legalidad internacional establece límites claros. La Carta de la ONU prohíbe el uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado, y solo admite la legítima defensa frente a un ataque armado o medidas del Consejo de Seguridad. El precedente de la CIJ en Nicaragua vs. Estados Unidos reafirmó la prohibición de intervenciones armadas, el respeto a la soberanía y la ilicitud de ciertas acciones encubiertas. En el plano interno mexicano, el artículo 89 fracción X de la Constitución fija principios de política exterior como la autodeterminación, solución pacífica de controversias y proscripción de la amenaza o el uso de la fuerza, que acotan cualquier consentimiento soberano.
Con ese marco, la intervención de Estados Unidos en México adopta hoy un continuo que va desde la cooperación legítima hasta formas de injerencia que tensan la norma. En un extremo se ubica la cooperación del Marco Bicentenario para Seguridad, Salud Pública y Comunidades Seguras, heredero transformado del Plan Mérida, con pilares que incluyen reducción de demanda de drogas y control de armas que cruzan desde el norte hacia el sur. En el centro aparecen herramientas de extraterritorialidad como designaciones terroristas, sanciones financieras, jurisdicción penal expansiva, inteligencia e interdicción transfronteriza, con mayor potencial de fricción. En el extremo más disruptivo se sitúan operaciones unilaterales con activos militares, cuya viabilidad legal enfrenta barreras altas y costos políticos regionales.
Las motivaciones de Washington combinan seguridad pública con lógica geopolítica y electoral. En el lenguaje de poder, la designación de cárteles como terroristas abre un set de instrumentos más severos; en el lenguaje de campaña, ofrece señales de mano dura; en el lenguaje de estrategia industrial, los aranceles buscan reordenar cadenas productivas críticas bajo control territorial estadounidense. Centros de estudio y organizaciones de derechos civiles han advertido que esa estrategia, aplicada sin controles estrictos, puede arrastrar a actores sin vínculo con el terrorismo, deteriorar cooperación judicial y desplazar la frontera de derechos.
Del lado mexicano, el poder se ejerce en clave de interdependencia. El país es nodo indispensable de manufactura norteamericana, bisagra migratoria, socio energético y vecino con capacidad de cooperación o disuasión en múltiples agendas. Esa posición otorga palancas reales: coordinación en extradiciones y decomisos, cooperación de inteligencia bajo reglas recíprocas, aceleración de controles a flujos de armas procedentes de Estados Unidos y una diplomacia económica que ancle a México como plataforma confiable en el horizonte de revisión del T-MEC en 2026. La gestión de riesgos pasa por convertir cada presión en paquete negociado con métricas, calendarios y verificación.
Los riesgos mayores se concentran en tres planos. En el jurídico-estratégico, la expansión del concepto de “narcoterrorismo” puede erosionar garantías básicas y justificar acciones que el derecho internacional limita de manera estricta. En el económico, la escalada arancelaria genera incertidumbre que afecta inversión, costos y competitividad regional, con impacto directo sobre empleo y precios; sin embargo, en un análisis más profundo, puede abrirse una ventana de oportunidad al ser México el país con mejor trato arancelario en el mundo gracias al T-MEC, generando condiciones para fortalecer el comercio internacional. En el plano político, convertir todos los problemas en asuntos de seguridad sin mecanismos de control democrático intensifica la polarización interna y erosiona la confianza necesaria para que las instituciones de ambos países cooperen de forma efectiva en la reducción de la violencia y en el desmantelamiento de las cadenas de suministro de precursores químicos.
La prospectiva a doce meses dibuja tres trayectorias probables. Una trayectoria de contención pactada, con más extradiciones de alto perfil, intercambios de inteligencia sobre cadenas financieras y precursores, y aranceles calibrados como palanca negociadora. Una trayectoria de coerción escalonada, en la que sanciones y designaciones abran paso a acciones unilaterales limitadas en nombre de la lucha contra organizaciones designadas, con costos diplomáticos y litigiosidad internacional. Y una trayectoria de reconducción institucional, en la que el Marco Bicentenario se fortalezca con metas verificables, reducción medible de armas estadounidenses que cruzan hacia México y una mesa técnica de alto nivel que blinde reglas de uso de la fuerza y parámetros de intercambio de datos.
El desenlace dependerá de cómo cada decisión se alinee con los límites del derecho internacional y con los incentivos económicos que giran alrededor del T-MEC. El Marco Bicentenario, fortalecido y reorientado, puede transformarse en algo más que un instrumento coyuntural: en un auténtico Marco para la Frontera del Desarrollo, capaz de convertir la línea divisoria en un corredor de innovación, comercio seguro y cohesión social; o en un Marco para la Prosperidad Compartida, donde la seguridad no sea un fin aislado sino la base de un crecimiento sostenible y equitativo a ambos lados de la frontera. Nombrarlo de esa manera implica asumir un compromiso político y ético: que las medidas de seguridad, por severas que sean, se anclen en la ley, que la cooperación bilateral preserve la soberanía y que la interdependencia económica se traduzca en bienestar real para las comunidades. El verdadero desafío no está en elegir el nombre, sino en que este deje de ser una aspiración retórica y se convierta en una política medible, verificable y legítima. Solo entonces la relación bilateral dejará de ser un péndulo entre la desconfianza y la imposición para convertirse en un pacto de grandeza continental.
En términos filosóficos, la pregunta de fondo remite a la tensión entre seguridad y libertad, entre excepción y norma. Carl Schmitt sostuvo que soberano es quien decide sobre el estado de excepción; una democracia constitucional madura invierte ese postulado: la excepción se somete a reglas, y la seguridad deja de ser coartada para desplazar derechos. La ética de la responsabilidad exige resultados en homicidios, desapariciones y extorsión, pero también exige medios compatibles con la ley y con la dignidad humana. El futuro de la relación bilateral se juega en esa doble contabilidad: eficacia sin renunciar a la legalidad, cooperación sin diluir soberanía y poder sin sacrificar legitimidad.
Aquí terminó el análisis. Y si fueran ciertos los rumores, el dilema está en sacrificar el pasado y una parte del presente o el futuro y una parte del presente.
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David Vallejo
Politólogo y consultor político, especialista en temas de gobernanza, comunicación política, campañas electorales, administración pública y manejo de crisis. Cuenta con posgrados en Estados Unidos, México y España. Ha sido profesor, funcionario estatal y federal, así como columnista en Veracruz, Tamaulipas y Texas. Escritor de novelas y cuentos de ficción. Además, esposo amoroso, padre orgulloso, bibliófilo, melómano, chocoadicto y quesodependiente.
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