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Simplemente ser

Por: Ricardo Hernández El Día Viernes 08 de Agosto del 2025 a las 08:35

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Hay algo profundamente liberador en la idea de no tener que demostrar nada. Ni éxito, ni brillantez, ni utilidad. Sólo existir. Respirar. Mirar el mundo sin prisa, sin meta, sin deber.

Durante siglos nos han enseñado a hacer, a lograr, a escalar. La existencia se volvió una carrera: hacia el título, el dinero, el aplauso, la posteridad. Nos vendieron que vivir era producir.

He aquí la paradoja: cuanto más nos esforzamos por tener una vida “con sentido”, más nos alejamos de la experiencia pura de estar vivos. El esfuerzo por justificar nuestra presencia nos impide habitarla.

Quizá por eso muchos se sienten agotados aun sin saber por qué. Porque no es el cuerpo el que está cansado: es el alma la que lleva demasiado tiempo fingiendo. Luchando por un lugar que, en realidad, ya le pertenece.

Todo empieza con una sospecha silenciosa: tal vez no haya nada que alcanzar, y la plenitud esté en el presente que nunca aprendimos a mirar.

¿Y si la vida no se tratara de convertirse en alguien, sino de aceptar que ya somos? Sin adornos. Sin méritos. Sin necesidad de títulos, cargos ni justificaciones. ¿Sería eso una renuncia o una liberación?

Quizás la raíz del sufrimiento no esté en lo que nos falta, sino en la obsesión por no parecernos a lo que ya somos. Vivimos huyendo de la simpleza, temiendo que sea insuficiente.

Nos rodeamos de ocupaciones para evitar el vacío. Nos llenamos de tareas, compromisos, palabras. Como si en el silencio se escondiera un peligro que no sabemos nombrar.

He aquí el absurdo: buscamos ser “alguien” olvidando que ya lo somos. No hace falta ningún esfuerzo para existir. La vida ya nos ha sido dada. Sin condiciones, sin contratos, sin currículo.

¿Y si simplemente ser fuera suficiente? Esta idea, tan simple, resulta aterradora para un mundo que vive del esfuerzo y la apariencia. ¿Quién serías si no tuvieras que parecer nada?

La sociedad moderna valora el rendimiento, la productividad, el impacto. Pero muy poco se dice del estar. Del habitar un momento sin más. Del mirar sin juzgar. Del respirar sin ansiedad.

Volver a ser no implica deshacerse del hacer. Implica recordar que antes de cualquier tarea o rol, hay un yo que observa, que siente, que respira. Un yo que es anterior a todas las etiquetas.

Pero claro, eso no se mide. No se presume. No cotiza en redes sociales ni en hojas de vida. Ser no es una conquista, es una entrega. Un gesto de humildad ante lo que ya es.

La contemplación, en ese sentido, no es pasividad. Es coraje. Coraje para no esconderse detrás de máscaras. Valentía para permanecer en uno mismo, sin excusas ni aditivos.

Muchos temen el silencio porque ahí se enfrentan a su verdad. Pero quien aprende a quedarse quieto, a escuchar sin intervenir, descubre que no hay monstruos, sólo ruido.

Somos criaturas del instante. Aunque nos proyectemos al pasado o al futuro, lo único real es este presente que pasa. Este latido. Esta inhalación. Este ahora.

Renunciar al artificio no es resignarse, es despertar. Es soltar la carga de tener que ser mejor, más rápido, más admirado. Es reconocerse digno simplemente por estar vivo.

Y sin embargo, cuesta. Porque nos formaron en el mérito, en la comparación, en la carrera. Porque aprendimos que no hacer nada es sinónimo de fracaso, de pereza, de inutilidad.

Pero hay otra sabiduría. La del árbol que crece sin apurarse. La del río que fluye sin agenda. La de la piedra que permanece sin pedir permiso.

Volver a simplemente ser es volver a la raíz. A lo que éramos antes del miedo, antes de la ambición, antes de la ansiedad de destacar.

Es un acto de fe: confiar en que la vida tiene valor incluso cuando no produce nada visible. Incluso cuando no la adornamos con trofeos.

Es también un acto de rebeldía. Porque el mundo grita “haz más, logra más, sé más”, y tú decides susurrar “soy, y eso basta”.

No se trata de evadir responsabilidades. Se trata de que nuestras acciones broten del ser, no del deber. Que el hacer sea expresión, no exigencia.

Cuando uno aprende a ser, también aprende a amar. Porque entonces no exige al otro que cumpla expectativas: lo ve, lo acoge, lo honra en su verdad.

Y también aprende a estar solo sin sentirse vacío. Porque descubre que no le falta nada. Que hay una fuente interna de sentido que no depende del ruido externo.

Ser es regresar a casa. A ese lugar donde uno ya es bienvenido, sin tener que esforzarse por agradar. Es un descanso profundo, más allá del cuerpo.

Es aceptar que no hay nada que demostrar. Que la vida no necesita ser defendida ni explicada. Que cada uno tiene derecho a existir, sin pedir permiso.

Y entonces, cuando soltamos la necesidad de tener una identidad grandiosa, descubrimos algo mucho más poderoso: la verdad de lo simple.

Lo simple no es lo superficial. Es lo esencial. Es lo que queda cuando se ha ido el artificio. Es el núcleo que nos sostiene cuando todo lo demás cae.

Y esa verdad no se enseña, se encarna. No se impone, se contagia. Es silenciosa como la brisa, pero firme como la tierra.

La grandeza del ser no está en lo espectacular, sino en lo auténtico. En vivir sin máscaras. En mirar con ternura. En estar presentes.

A veces basta con respirar y sentir. Con no huir. Con decir: “esto soy”. No lo que aparento, no lo que espero ser, no lo que otros desean. Solo esto.

Porque al final, todo lo demás cambia. El cuerpo envejece, las ideas se transforman, los logros se olvidan. Pero el ser permanece.

Ese ser no entiende de medallas ni diplomas. No sabe de reconocimientos ni de aplausos. Es inmune al olvido porque no necesita ser recordado para existir.

En lo profundo, simplemente ser nos reconcilia con los demás. Dejamos de exigirles que sean distintos. Los dejamos ser, tal como son, y en ese permiso también nos liberamos.

Simplemente ser es también un acto espiritual, aunque no se recite ningún credo. Es la experiencia íntima de saber que estamos inmersos en algo más grande, y que ese “algo” nos sostiene.

Con el tiempo, descubrimos que la esencia del ser no se agota ni se destruye. Que incluso cuando todo cambia, algo permanece inmutable, como un faro silencioso.

Un día, al amanecer, un pescador se sienta en la orilla, mira el mar y no lanza la red. No espera nada. No teme nada. Solo está. Y en ese instante, es más libre que todos los que corren para llegar a alguna parte.

Y entonces comprendemos que el regalo más grande no es llegar a ser algo, sino no dejar de ser lo que siempre fuimos.

Porque al final, la mayor obra de nuestra vida será haber habitado por completo el simple milagro de existir.

 

Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista

Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.

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