Habitar el absurdo
Hay momentos en que todo pierde forma: las palabras, los planes, las ideas. Intentamos dar sentido al caos y el caos nos responde con silencio. La mente busca agarrarse de algo y solo encuentra niebla. Todo parece resbalar.
No siempre hay una explicación detrás del sufrimiento. Ni lógica detrás del derrumbe. La vida no siempre obedece a nuestras estructuras, ni respeta nuestras líneas narrativas. No siempre hay una causa visible.
He aquí la paradoja: solo cuando se rompe el sentido, aparece la posibilidad de habitar la vida tal como es, sin disfraz. A veces, solo en el vacío se revela lo esencial. La pérdida del sentido no es siempre una pérdida de vida.
Nos educaron para entender, para controlar, para encontrar respuestas. Pero hay momentos en que todo eso fracasa. Las respuestas ya no responden. Las preguntas se agotan.
La tentación es llenar ese hueco de inmediato. Buscar cualquier teoría, cualquier ideología, cualquier consuelo. Pero hay otra opción: no huir. No adornar. No explicar.
¿Y si el absurdo no es un error a corregir, sino una verdad a asumir? ¿Y si el sinsentido no es una falla del mundo, sino su lenguaje más profundo? ¿Qué pasa si dejamos de exigir sentido y empezamos a escuchar el ruido?
Aceptar el absurdo no significa ceder al caos. Significa renunciar a la obsesión por el control. No todo lo que no entendemos es una amenaza. Tal vez solo sea una dimensión más amplia.
El absurdo no es enemigo de la vida. Es parte de ella. Es lo que sentimos cuando nuestras estructuras mentales se rompen. Cuando la realidad no cabe en nuestras narrativas.
He aquí el absurdo: cuanto más buscamos sentido, más se aleja. Pero cuando dejamos de exigirlo, aparece una forma inesperada de plenitud. Algo sereno, aunque incomprensible.
Habitar el absurdo es no imponerle orden a lo que no lo tiene. Es no disfrazar el dolor con discursos apresurados. Es no llamar enseñanza a lo que aún no hemos digerido.
No se trata de resignarse. Se trata de permanecer lúcido. Mirar al abismo sin cerrar los ojos. Sostener la mirada aun cuando el paisaje no tenga forma.
La lucidez puede doler, pero también libera. Nos quita el peso de las explicaciones vacías. Nos permite simplemente estar, aunque no comprendamos.
Habitar el absurdo es soltar la pretensión de tener siempre una respuesta. Es vivir sin garantías, pero con presencia. Respirar sin certezas, pero con entereza.
No hay que romantizar el sinsentido. No es bonito. No es poético. Pero sí es real. Y lo real merece ser habitado, aunque incomode.
El absurdo no es lo contrario del sentido. Es lo que queda cuando el sentido se agota. Es el terreno árido donde aún crece la experiencia, sin adornos.
Muchos huyen hacia la fe, otros hacia el cinismo, otros hacia la distracción. Pero también se puede permanecer. Sin huida, sin ilusión. Solo estar.
Esa permanencia no es pasividad. Es coraje. El más extraño de todos: el de quedarse cuando todo invita a escapar. La valentía del que no huye del vacío.
Habitar el absurdo es confiar sin razones. Actuar sin certezas. Vivir sin explicaciones. Amar sin garantías. Es caminar con los pies en la tierra y la mente abierta al misterio.
No se trata de glorificar la incomprensión. Se trata de no forzar respuestas donde no las hay. De permitir que el silencio diga lo que las palabras no alcanzan.
Hay una humildad secreta en quien ha dejado de buscar sentido a la fuerza. Es alguien que sabe mirar el caos sin desesperarse. Que no exige explicación, pero sí presencia.
Cuando no se exige explicación, se abre espacio para lo sagrado. Cuando no se pide orden, se abre lugar para la verdad. Aunque no tenga nombre. Aunque duela.
Habitar el absurdo es una forma de madurez. Una que no se enseña fácilmente. Es el fruto de experiencias que nos desarman, que nos despojan de ilusiones, pero no de esperanza.
Porque sí: incluso en el sinsentido puede haber esperanza. No como certeza, sino como decisión. No como lógica, sino como acto vital.
Cada día puede ser un acto de rebeldía contra la desesperanza. No porque tengamos respuestas, sino porque seguimos caminando sin ellas. Y eso ya es un gesto de sentido.
Quizá no haya un propósito último. Quizá no haya nada detrás del telón. Pero aquí estamos. Respirando. Observando. Sufriendo. Viviendo.
Y si eso no es suficiente para explicar la vida, sí lo es para seguirla. A veces, solo eso basta: seguir. No rendirse, aunque no se entienda nada.
Hay belleza en lo que no se entiende. En el gesto gratuito. En el amor sin promesas. En la risa en medio del llanto. En lo pequeño que persiste sin motivo.
El absurdo puede enseñarnos a mirar sin filtros. A dejar de buscar consuelo y empezar a encontrar compañía. A aceptar que estar juntos también puede ser suficiente.
Aun sin certezas, hay caminos. Aun sin promesas, hay afecto. Aun sin explicaciones, hay manos que se tocan. Hay palabras que consuelan.
Habitar el absurdo es renunciar a los viejos mapas, pero no al viaje. Es quedarse sin respuestas, pero no sin preguntas. Es perder la fe en las estructuras, pero no en la experiencia.
En medio del sinsentido, podemos seguir nombrando. Seguir creando. Seguir sintiendo. Seguir amando. Aunque no sepamos por qué. Aunque nada tenga una causa clara.
Tal vez eso sea lo más humano: seguir cantando, aunque sepamos que el eco no responde. Seguir caminando, aunque no haya un destino. Seguir amando, aunque todo sea finito.
Y al final, eso basta.
Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista
Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
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