El sinsentido
Hay días en que todo parece avanzar como debe, y sin embargo algo dentro de nosotros se detiene. No es cansancio, ni tristeza, ni siquiera angustia: es una especie de extrañeza, como si estuviéramos viviendo la vida de otro. Vamos por el mundo cumpliendo funciones, como actores que han olvidado el guion. Todo fluye, pero algo se rompe por dentro.
Hacemos lo que se espera, decimos lo que toca, y aun así sentimos que algo no encaja. El sinsentido se cuela por las rendijas de la rutina. No hace ruido, pero está ahí. Es una presencia muda que lo observa todo desde el fondo del alma.
He aquí la paradoja: cuanto más sentido buscamos, más visible se vuelve el sinsentido. La claridad que tanto ansiábamos termina revelando el vacío. Y entonces lo entendemos: no era que no había sentido, sino que el sentido no nos basta. La lucidez duele más que la oscuridad.
Hay quienes intentan callar esta sensación con respuestas fáciles: trabajo, éxito, religión, familia. Y por un tiempo, funciona. Pero tarde o temprano el sinsentido vuelve, no como una tragedia, sino como una sospecha. Como una grieta por la que se cuela la verdad.
Intentamos seguir adelante como si nada, con sonrisas prestadas, con metas repetidas. Repetimos frases que ya no sentimos, promesas que no nos mueven. Y al final, estamos de nuevo ahí: solos ante el abismo, sin manuales, sin guías.
¿Y si el sentido no está dado, sino que hay que inventarlo? ¿Y si la vida no viene con propósito, sino con preguntas? ¿Y si, en realidad, el vacío es el punto de partida y no la amenaza? Tal vez hemos temido el silencio cuando debimos escucharlo.
Nos han enseñado a temer el sinsentido, a verlo como un enemigo. Pero quizá es solo una oportunidad. Una grieta por donde se asoma la libertad. Porque cuando todo pierde su obligación de tener sentido, todo se vuelve posible. Lo incierto deja de ser amenaza y se convierte en promesa.
El sinsentido no nos destruye: nos desnuda. Nos vuelve verdaderos. Nos arranca el disfraz de la explicación. Nos enfrenta con la vida tal como es: sin adornos, sin garantías, sin redención automática.
He aquí el absurdo: solo al aceptar el sinsentido encontramos una forma de vivir. Solo cuando dejamos de buscar significado a la fuerza, surge algo parecido a la autenticidad. El sinsentido, lejos de aniquilarnos, puede despertarnos.
El niño no pregunta por el sentido del juego: juega. El árbol no exige razones para crecer: simplemente lo hace. Nosotros, en cambio, complicamos lo simple, racionalizamos lo espontáneo, y al hacerlo, perdemos lo esencial. Tal vez vivir es más simple que entender.
En el fondo, lo que más miedo nos da no es que la vida no tenga sentido, sino que no lo necesite. Nos asusta que no haya respuestas, pero más nos asusta tener que inventarlas. Porque crear sentido es un acto de libertad y también de responsabilidad.
Y, sin embargo, esa puede ser nuestra mayor dignidad: no haber recibido sentido, sino estar llamados a crearlo. No encontrar una dirección impuesta, sino tener que elegir la nuestra. No seguir un destino, sino esculpir uno con cada decisión.
Algunos prefieren ignorar esta posibilidad. Viven como si todo ya estuviera resuelto. Se refugian en fórmulas, rutinas, explicaciones. Pero algo dentro de ellos sigue despierto, inquieto, preguntando sin palabras. El sinsentido insiste en ser escuchado.
Tal vez no hay peor infierno que una vida perfectamente explicada. Porque el misterio es lo que nos mueve. La falta de sentido es lo que nos obliga a mirar más allá, a amar sin garantías, a luchar sin promesas. Vivir sin mapa es lo más humano.
No hay mapa, solo camino. No hay destino, solo paso. No hay certeza, solo impulso. Y eso, lejos de ser una maldición, es un regalo. Nos quita el peso de la perfección y nos da la ligereza de la elección. La duda se vuelve compañera, no enemiga.
El sinsentido es el comienzo, no el final. Es la chispa, no la ceniza. Es la pregunta, no la renuncia. Y quien se atreve a mirarlo de frente, encuentra una forma distinta de estar en el mundo. No como quien obedece, sino como quien despierta.
Una forma más honesta. Más libre. Menos ansiosa por saber y más dispuesta a vivir. El sinsentido no exige lógica, sino coraje. No pide certezas, sino presencia. No nos invita a resolverlo, sino a abrazarlo. A hacer de lo incierto una morada.
Sí, el sinsentido puede doler. Pero también puede curar. Porque nos libera de la obligación de encajar, de triunfar, de tener respuestas. Nos permite simplemente ser. Y ser, en un mundo que exige etiquetas y resultados, ya es una forma de rebelión.
Hay belleza en lo que no se puede explicar. Hay profundidad en lo que no se puede nombrar. Hay verdad en lo que no tiene función. No todo necesita explicación. No todo necesita razón. No todo necesita sentido. Algunas cosas simplemente son.
Quizá el problema no es que la vida no tenga sentido, sino que hemos confundido sentido con dirección. Con meta. Con utilidad. Y la vida, como el arte, no tiene que servir para nada. Basta con sentirla, con respirarla, con estar en ella.
El sinsentido nos muestra que no todo tiene que tener un porqué. Que hay cosas que simplemente son. Que el valor no siempre está en el fin, sino en el medio. Vivir no es resolver: es habitar. Y al habitar, algo en nosotros empieza a arder.
Y cuando entendemos eso, respiramos distinto. Vivimos distinto. Amamos distinto. Porque dejamos de usar la vida como un medio, y la empezamos a habitar como un fin. No buscamos respuestas: buscamos presencia. Y eso cambia todo.
No hay que temerle al sinsentido. Hay que temerle a la vida sin conciencia, sin intensidad, sin entrega. Lo que no tiene sentido también puede tener alma. Y en esa alma puede arder una llama que no necesita explicación.
A veces hay más sentido en una caricia que en una teoría. Más verdad en el silencio que en los discursos. Más vida en un momento sin rumbo que en un futuro perfectamente planeado. El sinsentido nos regresa al ahora, al temblor de lo presente.
Nos pasamos la vida tratando de construir sentido, y está bien. Pero hay días en que conviene detenerse, respirar hondo y dejar que el sinsentido nos hable. Porque a veces lo que no entendemos es justo lo que más nos transforma.
La esperanza no siempre viene de entender. A veces viene de seguir, incluso sin entender. De persistir en medio del caos. De amar, aunque duela. De seguir caminando, aunque no sepamos a dónde. El sinsentido también puede ser camino.
Cuando aceptamos que no hay un guion, empezamos a escribir el nuestro. Cuando dejamos de esperar que la vida nos dé respuestas, empezamos a hacer de la vida una respuesta. El sinsentido no nos quita el rumbo: nos da permiso de inventarlo.
Puede que todo esto no tenga sentido. Puede que tú y yo estemos perdidos. Puede que nada de esto se entienda. Pero aquí estamos, vivos, sintiendo, escribiendo. Y eso, a su modo, es también un milagro.
Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista
Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
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