Somos descendientes de Sócrates y Cleopatra
Después de pasar media hora viendo las noticias de una “lady” que escupe odio racista y es crucificada en redes por jaurías del morbo dispuestas a lanzar la primera piedra, vi a un niño en Gaza sin agua ni alimentos. Luego, a migrantes tratados como desechos humanos por agentes del ICE. Apagué el televisor. Me quedé mirando la nada. No era rabia lo que sentía. Ni siquiera tristeza. Era otra cosa: una extrañeza existencial. Una pregunta que se abrió como una grieta en la conciencia: ¿cómo puede el ser humano ser tan cruel con su propio reflejo?
Entonces recordé algo que leí alguna vez: que todos los seres humanos compartimos un origen común. Que si uno rasca lo suficiente el árbol genealógico, lo que encuentra al fondo no es un apellido, sino una raíz compartida. Y que esa raíz, científicamente, no es una metáfora. Es un hecho.
La genética poblacional ha revelado algo tan asombroso como inevitable: todos los humanos actuales compartimos un último ancestro común que vivió hace apenas unos 2,000 a 5,000 años. No me refiero a la “Eva mitocondrial” ni al “Adán cromosoma Y”, que vivieron en África hace más de 150,000 años y cuyos linajes aún habitan en nosotros. Hablo de alguien más reciente. De un ser humano que vivió en alguna aldea polvorienta del pasado, tal vez a orillas del Nilo, del Ganges o del Danubio. Una persona de carne y hueso cuya sangre corre en la tuya y en la mía.
Y no fue la única. Según modelos matemáticos, si retrocedemos apenas 5,000 o 7,000 años, todos los humanos actuales descendemos de todos los que entonces vivían y cuya descendencia no se extinguió. Lo explicó Steve Olson, autor de Mapping Human History: si uno sigue el rastro genético más allá del color de piel, del idioma y de las fronteras, lo que encuentra es una verdad irrebatible: todos somos familia.
Sí, leíste bien: tú y yo somos primos lejanos. Y también lo somos de ese hombre sirio que camina con su hijo entre ruinas. De la mujer indígena humillada por su origen. Del migrante esposado por querer cruzar una línea imaginaria. Y de esa “lady” que vomita odio sin darse cuenta de que, en alguna hebra de su ADN, también lleva el linaje de aquellos a quienes desprecia.
Somos descendientes de Sócrates y de Cleopatra. Y no lo digo en tono alegórico. Las simulaciones genéticas muestran que, por la forma en que se cruzan los linajes y se multiplican las generaciones, es estadísticamente probable que figuras como Confucio, Buda, Ramsés II o Hammurabi estén en el árbol genealógico de cualquier persona viva hoy. No todas las líneas son directas, algunas se extinguen, otras se bifurcan, pero muchas de esas figuras vivieron en épocas y lugares que las convirtieron, por la mecánica pura de la reproducción y el mestizaje, en ancestros comunes de miles de millones.
Imagina por un segundo que en tu sangre, ahora mismo, fluye una gota heredada del filósofo que bebió cicuta por decir la verdad. Que en tu código genético viaja una hebra de Cleopatra, la reina que hablaba nueve lenguas y gobernó Egipto en medio del fuego imperial. Que quizá llevas en ti una chispa de alguien que tocó el arpa en Babilonia, o que esculpió un dios en piedra en Teotihuacan, o que recitó un poema al borde del Ganges.
¿Cómo puede entonces alguien creerse mejor por tener otro color de piel, otro pasaporte, otro acento? ¿Cómo puede existir el racismo si, al mirar al otro, lo que vemos es nuestro propio rostro multiplicado por el tiempo?
El racismo no solo es un error moral o un delito legal. Es una estupidez ideológica. Una negación de la más bella y simple verdad científica: que somos la misma especie, el mismo linaje, el mismo polvo de estrellas que aprendió a hablar, a pensar, a soñar. Diferentes por fuera, idénticos por dentro. Variaciones superficiales en un genoma compartido.
Pienso en eso cuando leo que un joven fue apuñalado por ser gay. Que una mujer fue golpeada por un hombre que cree que ella le pertenece. Que un policía disparó porque el otro era “distinto” y representaba una “amenaza”. Pienso que en un mundo donde la ciencia demuestra que todos descendemos de los mismos hombres y mujeres que caminaron hace milenios, odiar al otro es odiar tu reflejo más antiguo. Discriminar es amputarte de tu propia historia.
Así que la próxima vez que alguien te insulte por tu tono de piel, tu origen o tu fe, recuerda esto: eres descendiente de Sócrates y de Cleopatra. De reyes y de campesinos, de profetas y de herreros, de genios y de soñadores. Y también lo es quien te insulta, aunque lo haya olvidado.
¿Voy bien o me regreso? Nos leemos pronto, si la IA o el racismo o el clasismo lo permiten.
Placeres culposos: el nuevo disco del inmortal del blues, Buddy Guy: Ain’t Done with the Blues. Una joya.
El documental de Billy Joel, and so it goes. Un tesoro.
En el cine Y dónde está el policía; amores materialistas; y, together.
Huevito con machaca y jugo de naranja de Padilla, para Greis y Alo.
David Vallejo
Politólogo y consultor político, especialista en temas de gobernanza, comunicación política, campañas electorales, administración pública y manejo de crisis. Cuenta con posgrados en Estados Unidos, México y España. Ha sido profesor, funcionario estatal y federal, así como columnista en Veracruz, Tamaulipas y Texas. Escritor de novelas y cuentos de ficción. Además, esposo amoroso, padre orgulloso, bibliófilo, melómano, chocoadicto y quesodependiente.
Para que HOYTamaulipas siga ofreciendo información gratuita, te necesitamos. Te elegimos a TI. Contribuye con nosotros. DA CLIC AQUÍ