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Ozzy, el profeta de la obscuridad que se despidió cantando

Por: David Vallejo El Día Martes 22 de Julio del 2025 a las 18:30

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Hace apenas unas semanas escribí con la emoción de quien sabe que presenció un acontecimiento, sobre lo que fue, quizás, el mejor concierto de rock de la historia: el reencuentro y despedida de Black Sabbath en Birmingham, su ciudad natal, la misma que los vio surgir entre fábricas, herrumbre y ruido. Fue un acto de redención. Ozzy Osbourne, aquel muchacho tartamudo y disléxico de Aston que no parecía destinado a nada, cantó frente a una multitud que no quería que la noche acabara.

Hoy, con pesar, me enteré de su muerte.

Y, extrañamente, encontré consuelo en lo mismo que hace semanas me conmovió: Ozzy pudo despedirse en vida, a lo grande, en su ciudad, con su banda, ante los suyos. Pocos artistas tienen ese privilegio. Pocas leyendas alcanzan a ver su propio mito celebrado mientras aún respiran.

Ozzy fue todo lo que un héroe de tragedia griega debe ser: marcado desde niño, desbordado por sus demonios, y capaz de desafiar el destino tantas veces que terminó burlándolo. No era un genio clásico. No escribía versos con florituras. Pero tenía algo que los demás no tenían: el aura de lo irrepetible, de lo incontrolable, de lo verdaderamente humano.

Antes de cantar sobre el infierno, lo habitó.

Fue obrero, carnicero, ladrón. Cayó preso por robar un televisor y una camisa que jamás pudo vender. Su padre, como lección, se negó a pagar la fianza. Se tatuó las letras O-Z-Z-Y con una aguja oxidada. Y cuando conoció la música, no encontró una salida… encontró una identidad. Con Black Sabbath, le dio sonido al miedo de su generación. Le puso voz al apocalipsis, a la paranoia de la Guerra Fría, al delirio de las drogas, al vacío después de Woodstock.

Y lo hizo sin filtros, sin metáforas, ni redención.

Ozzy no actuaba, era irrepetible e irremediable. Mordió la cabeza de un murciélago en pleno escenario, pensando que era de goma. Y estaba vivo. Le arrancó el cuello a una paloma durante una reunión ejecutiva, con tal de hacerse notar. Escupió la sangre sobre una alfombra de oficina y se fue sin pedir disculpas. Pero su leyenda no solo es de escándalo y tonterías: es de resistencia biológica, espiritual y emocional.

Sobrevivió a décadas de abusos químicos, a sí mismo, a sus amigos muertos, a una industria que lo exprimió y lo abandonó más de una vez. Se salvó por amor: Sharon, su esposa y mánager, lo internó cuando quiso matarla en un brote psicótico. Lo perdonó, lo sostuvo, lo reconstruyó. Ella no vivía con Ozzy el ídolo, sino con John Michael, el niño roto que aún escuchaba voces por las noches.

También hablaba con los muertos y se reía de los vivos. Durante un año entero tomó LSD todos los días. Un día se rió de una hoja durante una hora. Otro, olvidó el nombre de su hija. Pero al subir al escenario, algo se alineaba. El cuerpo tambaleante se erguía. La voz nasal y espectral se volvía brújula para miles. Cada “I’m going off the rails on a crazy train” no era actuación: era confesión.

Le diagnosticaron Parkinson, se le cayeron los huesos, la espalda se quebró, pero quiso grabar un último disco. Patient Number 9 no es un testamento, es un acto de rebelión contra el tiempo. Lo grabó con Jeff Beck, Clapton, Iommi… como quien junta a sus fantasmas para cantarles una última canción.

En 2010, científicos analizaron su ADN. Descubrieron mutaciones genéticas únicas. Literalmente, Ozzy era un mutante, capaz de resistir toxinas que destruirían a cualquiera. Y entonces entendimos lo que ya sabíamos: Ozzy venía de otro plano, uno donde el dolor no mata, sino transforma.

Nunca fue un gran cantante, pero su voz era una herida abierta. Un alarido desde el otro lado del velo. Como dijo Zakk Wylde: “Ozzy suena como un alma que se arrastra desde el más allá”. Su timbre es reconocible en cualquier rincón del mundo. Su figura, tambaleante y cubierta de cruces, es un ícono universal.

Y sin embargo, en The Osbournes, su reality de MTV, vimos otra cosa. Vimos al padre torpe que preguntaba por sus pantalones. Al esposo confundido que necesitaba ayuda para poner la televisión. Al hombre que había gritado al mundo durante décadas y ahora susurraba: “Sharon…”

Fue leyenda, bufón, mártir, alquimista, niño eterno. Fue lo que quiso y lo que jamás pudo evitar ser.

Ozzy hace una semanas vio su final en un escenario, con los suyos, ante un pueblo que lo amaba. Y quizás, en esa última noche en Birmingham, cuando las luces bajaron y la ovación parecía eterna, Ozzy supo por fin, que todo el caos, la culpa, los excesos y el dolor no habían sido en vano. Que aquel niño disléxico, olvidado por la escuela y temido por los ejecutivos, había conquistado el mundo con una voz salida del abismo. El escenario fue su templo. La locura, su liturgia. La música, su única religión.

Su cuerpo se va, sí. Pero su risa nerviosa, sus alaridos, sus pasos errantes en la tarima y sus canciones oscuras que nos hicieron sentir vivos… eso no muere.

Descansa, Ozzy. Que los murciélagos del cielo te reciban.

Que Sharon te abrace sin temor.

Que el silencio, por primera vez, no te asuste.

Y que allá arriba, o allá abajo, donde sea, alguien tenga el buen juicio de entregarte un micrófono, porque la oscuridad nunca sonó tan humana como en tu voz…Mama, I’m coming home. 

Descanse en paz o en guerra…

Playlist para la ocasión: Crazy Train, War Pigs, Mr. Crowley, Iron Man, Bark at the Moon, Paranoid, Diary of a Madman, Heaven and Hell, No More Tears, N.I.B., Mama, I’m Coming Home, Children of the Grave, Dreamer, Fairies Wear Boots, The Wizard.

 

 

David Vallejo


Politólogo y consultor político, especialista en temas de gobernanza, comunicación política, campañas electorales, administración pública y manejo de crisis. Cuenta con posgrados en Estados Unidos, México y España. Ha sido profesor, funcionario estatal y federal, así como columnista en Veracruz, Tamaulipas y Texas. Escritor de novelas y cuentos de ficción. Además, esposo amoroso, padre orgulloso, bibliófilo, melómano, chocoadicto y quesodependiente.

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