Re-humanización en tiempos de posguerra
Un proceso lento y muchas veces doloroso
Cuando las armas callan, las heridas hablan. El fin de una guerra no garantiza el comienzo de la paz. A veces, solo inaugura una etapa más silenciosa del sufrimiento: aquella en la que los escombros no están en los edificios, sino en los vínculos humanos.
La paradoja de la posguerra es que termina el conflicto, pero no termina el dolor; cesan las armas, pero sigue la deshumanización. En esa etapa nace una tarea olvidada pero urgente: la re-humanización.
Durante una guerra, para poder matar al otro, primero hay que dejar de verlo como humano. Es una estrategia emocional, incluso instintiva. Se le convierte en enemigo, plaga, amenaza. Un uniforme, una bandera, un insulto. Todo, menos una persona. Ese mecanismo sirve para sobrevivir en el campo de batalla, pero se vuelve una maldición cuando llega la hora de reconstruir la vida.
La re-humanización significa empezar a mirar al otro como ser humano otra vez. No es reconciliación inmediata, ni perdón forzado, ni olvido impuesto. Es apenas un primer paso: reconocer que ese rostro del otro lado también sufre, también llora, también ha perdido.
En Ucrania, por ejemplo, una joven enfermera compartió que, mientras curaba a soldados heridos —de ambos bandos—, lo único que distinguía en sus cuerpos eran las heridas, no las ideologías. “El dolor no tiene pasaporte”, decía. En Gaza, una madre palestina que perdió a sus hijos en un bombardeo fundó una organización que promueve el encuentro entre familias israelíes y palestinas que han perdido seres queridos. Estos casos, representativos de muchas historias reales, muestran que en cada abrazo y mirada cruzada se juega más que una tregua: se juega la posibilidad de recuperar la condición humana.
Esta re-humanización no es un proceso institucional. No nace en discursos presidenciales ni se firma en tratados. Sucede en lo cotidiano: en el mercado donde un panadero decide vender pan al “otro”, en el autobús donde alguien cede el asiento a quien antes odiaba, en la escuela donde los hijos de ambos lados aprenden juntos a escribir la palabra futuro.
Es un camino lento y doloroso porque implica romper relatos heredados, cuestionar verdades absolutas y abrirse a la posibilidad de que “el otro” también tenga razón, o al menos, también tenga corazón.
Después de cada guerra, hay una batalla más difícil: la de volver a sentir, a confiar, a mirar al otro a los ojos y reconocer algo que tal vez se había olvidado: su humanidad.
Esta tarea no es solo de quienes vivieron la guerra. Es de todos nosotros. Porque en un mundo hiperconectado, la empatía ya no es un lujo moral, sino una necesidad de supervivencia.
Re-humanizar también exige memoria. No para quedarnos atrapados en el pasado, sino para evitar repetirlo. Olvidar lo que ha dolido no siempre es señal de salud; a veces, es solo negación. Pero recordar desde la empatía —y no desde el rencor— es una forma de resistencia pacífica.
Las comisiones de la verdad, los memoriales y museos del conflicto tienen sentido solo si logran tocar fibras humanas. Si logran que quien los visite no piense en vencedores o vencidos, sino en personas. En niños que no volvieron a la escuela, en ancianos que murieron solos, en familias que siguen buscando a sus desaparecidos.
La empatía no borra las culpas. Pero sí puede abrir espacio para entender que muchas veces hay víctimas en ambos lados. Que un régimen puede usar a su pueblo como escudo, o que un soldado disparó no por odio, sino por miedo. La re-humanización no busca justificar el horror, sino explicarlo sin simplismos.
No todos están listos para empatizar, ni todos quieren hacerlo. A veces, el dolor se convierte en identidad, y dejarlo ir parece traicionar a los muertos. Por eso, este camino necesita tiempo, espacio y también humildad. Nadie puede forzar el perdón; pero sí puede cultivar el terreno donde algún día la empatía pueda florecer.
Países como Sudáfrica, con su Comisión de la Verdad y Reconciliación tras el apartheid; Ruanda, que ha promovido la convivencia posgenocidio mediante tribunales comunitarios llamados “Gacaca”; o Colombia, con sus frágiles pero valientes intentos de diálogo y escucha, muestran que la reconciliación es posible, aunque difícil.
La cultura es otra vía para la re-humanización. Las novelas, el cine, el teatro y la poesía cruzan fronteras emocionales. A veces, un poema puede hacer más por la empatía que mil discursos, porque conecta desde lo íntimo, desde lo irreductiblemente humano.
En esa tarea, periodistas, cronistas y escritores tenemos la responsabilidad de no narrar el conflicto como estadística, sino como una cadena de vidas. Recordar que cada muerto tiene un nombre, cada refugiado una historia y cada lágrima un origen.
Los niños que crecen en contextos de posguerra no deberían heredar solo el dolor, sino también las herramientas para superarlo. La educación en empatía no es un lujo, es una inversión ética. Enseñar a los jóvenes que el odio no es destino, que el ciclo se puede romper y que “nosotros” y “ellos” pueden ser un solo “nosotros”.
Re-humanizar es también hacernos preguntas incómodas. ¿Qué tanto nos parecemos a quienes decimos odiar? ¿En qué momento dejamos de mirar? ¿Qué prejuicios heredamos sin darnos cuenta? La empatía empieza cuando somos capaces de ver al otro, no desde la rabia, sino desde su realidad.
Puede que no logremos una re-humanización perfecta. Siempre habrá cicatrices. Pero incluso las cicatrices hablan de una herida que cerró, de un cuerpo que sobrevivió. Una sociedad marcada por el dolor aún puede ser digna, aún puede ser compasiva.
Lo contrario de la guerra no es solo la paz, sino también la ternura: la capacidad de acariciar una historia distinta sin miedo, de escuchar sin interrumpir y de llorar por alguien que antes llamábamos enemigo. Eso también es victoria.
Quizá el mayor desafío no es volver a construir edificios, acuerdos o gobiernos. Quizá el verdadero reto sea volver a construirnos como personas, desde el respeto y el reconocimiento mutuo.
Quizá lo más humano, después de todo, sea redescubrir la humanidad en quienes dejamos de considerar humanos.
Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista
Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
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