La voz de la conciencia
Esa voz silenciosa que nos conoce más de lo que quisiéramos y nos recuerda lo que somos.
Hay una voz que no se apaga. No grita, no presiona, no impone. Habla en susurros, se manifiesta en el silencio, en las noches largas, en los momentos donde uno se queda a solas con lo que verdaderamente es. Esa voz es la conciencia.
La conciencia no se aprende, no se hereda, no se impone. Es una forma de saber profundo, una claridad interior que reconoce sin necesidad de justificar. No necesita pruebas, porque no se rige por la lógica del mundo. Opera con la transparencia de lo esencial.
Sin embargo, hay una paradoja: esa misma conciencia que nos guía, también puede confundirnos. No siempre habla con claridad. A veces susurra, otras veces grita. En ciertos momentos es brújula; en otros, eco de viejas culpas, mandatos heredados o voces ajenas que hemos hecho propias.
Hay quienes viven atormentados por una conciencia que no perdona, que juzga sin descanso, que repite como castigo lo ya asumido y reparado. No es la conciencia verdadera la que habla, sino el miedo disfrazado de virtud. La conciencia auténtica no condena: confronta y libera.
En contraposición, quienes han adormecido esa voz interior, la confunden con el ruido del mundo, con las justificaciones, con el “todos lo hacen”. La conciencia calla, pero no muere. Permanece como brasa bajo la ceniza, esperando el soplo de una pregunta honesta para encenderse.
La conciencia adopta múltiples formas: consejo sereno, alarma inquietante, pregunta persistente. ¿Fuiste fiel a ti mismo? ¿Estás dispuesto a vivir con esta decisión? No siempre ofrece respuestas claras, pero rara vez falla en sus preguntas.
A veces creemos actuar bien, pero algo no cuadra. La conciencia no es siempre certeza: a menudo es incomodidad sutil, grieta en la calma aparente, silencio que pesa. Ahí comienza el camino hacia la verdad interior.
Imagina a alguien tras una discusión, quedándose en silencio, preguntándose si dijo lo justo o hirió de más. Esa inquietud es la voz de la conciencia, discreta pero persistente, llamándonos a la reflexión.
Hay días en que la conciencia parece callar y sentimos libertad sin culpa. Pero ese silencio no siempre es paz; a veces indica que hemos dejado de escuchar. La verdadera libertad no es hacer lo que uno quiere, sino saber lo que se hace y sostenerlo ante uno mismo.
Quienes escuchan con devoción su conciencia pueden volverse implacables consigo mismos. Pero ni siquiera la conciencia es infalible: a veces arrastra culpas que no nos pertenecen o exigencias imposibles. Por eso debe ser educada y puesta a prueba con amor, verdad y discernimiento.
Además, la conciencia puede ser secuestrada por el ego, convertida en cómplice del orgullo, fanatismo o resentimiento. No basta con oírla; hay que formarla en diálogo con la empatía y el reconocimiento del otro.
La conciencia evoluciona. No es la misma en la infancia que en la madurez. Se afina con la experiencia, se vuelve más sabia, menos severa. Aprendemos a distinguir la culpa inútil de la responsabilidad sincera, el deber de la carga.
Vivir con conciencia no significa ausencia de errores, sino reconocerlos, mirarlos de frente y dejar que nos enseñen. La conciencia no exige perfección, sino integridad.
La gran tarea es escucharla con humildad. Nos resistimos, nos justificamos, nos contamos historias para evitar enfrentar lo evidente. La conciencia solo se aquieta con coherencia entre lo que decimos, pensamos y hacemos.
Hay un punto en la vida donde ya no necesitamos que nadie nos señale. La conciencia cultivada es tribunal y consuelo. No actuamos por miedo externo, sino por fidelidad interna. Esa es la madurez moral: actuar bien aunque nadie mire.
El verdadero reto es obedecer la conciencia cuando incomoda. Esa obediencia enfrenta intereses propios y afectos profundos, y ahí se prueba la libertad: elegir a pesar de la tentación de traicionarla.
La voz de la conciencia es, en el fondo, una voz de esperanza. Mientras la escuchemos, aunque sea tenue, hay posibilidad de rectificar, crecer y reconciliarnos con lo que somos. Escucharla puede no ser cómodo, pero siempre es el comienzo de algo verdadero.
Porque al final, uno puede engañar a todos… menos a sí mismo.
Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista
Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
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