Las trampas de la memoria
Lo que inventamos y lo que necesitamos creer
Tal vez crecer consiste en aprender a mirar nuestros propios recuerdos sin enjuiciarlos, sin corregirlos, sin idealizarlos demasiado. Solo mirarlos. Y agradecerles que, aun siendo imperfectos, siguen dándonos un sentido de continuidad en medio del caos.
La memoria es un narrador hábil, pero no siempre confiable. Guarda las escenas como si fueran fotografías en un álbum antiguo, pero las colorea según el ánimo del día, el paso del tiempo o las heridas no cerradas. A veces recordamos más lo que necesitamos creer que lo que realmente ocurrió.
No somos lo que fuimos, sino lo que creemos haber sido. Esa diferencia, mínima en apariencia, lo cambia todo. El recuerdo no es una copia del pasado, sino una interpretación, una reconstrucción que mezcla verdad, emoción, olvido y deseo. Por eso, dos personas pueden contar el mismo momento de maneras completamente distintas, y ambas estarán convencidas de tener razón.
La nostalgia, por ejemplo, no es un archivo histórico: es una emoción que edita. El pasado suele parecernos mejor no porque lo haya sido, sino porque desde la distancia hemos borrado sus bordes ásperos, sus ruidos incómodos. La memoria es un refugio, pero también puede ser un espejo que se mueve, que se dobla, que cambia de forma según la luz con la que se le mire.
Y, sin embargo, necesitamos recordar. Incluso mal. Porque sin memoria, nuestra identidad se deshace. Lo importante, quizás, no es tener recuerdos exactos, sino saber qué hacemos con ellos. Qué relatos decidimos sostener y cuáles dejamos ir en silencio.
Hay una paradoja en todo esto: mientras más intentamos recordar con precisión, más posibilidad hay de alterar lo recordado. La memoria no resiste la mirada obsesiva. Cuanto más se fuerza, más se contamina. Los recuerdos viven mejor cuando se los trata con respeto, no con obsesión.
Además, no todo lo olvidado es pérdida. A veces la memoria suelta cosas para que podamos seguir. Olvidar también es una forma de sabiduría, aunque duela. El alma no puede cargar con todos los nombres, con todos los rostros, con todos los errores. Por eso olvida. No por descuido, sino por supervivencia.
También ocurre que, al recordar, revivimos. Hay momentos del pasado que regresan no solo como imagen, sino como temperatura, como olor, como silencio. Basta una canción, una esquina, una voz. Y de pronto estamos ahí, en ese día, con esa persona, con ese temblor en el pecho. Es un viaje sin boleto, que nos dice que aún seguimos habitados por lo que ya no está.
La memoria no solo mira hacia atrás; también moldea lo que está por venir. El modo en que recordamos nuestras derrotas o nuestras victorias influye en cómo nos atrevemos —o no— a construir el futuro. A veces, un recuerdo amable basta para darnos coraje. Y a veces, una herida mal cerrada puede dictar el rumbo de todo lo que evitamos.
Incluso lo que nunca pasó puede adquirir forma de recuerdo si lo deseamos lo suficiente. Hay recuerdos que son sueños no cumplidos que, de tanto pensarlos, se vuelven parte de nuestra historia. Y aunque no hayan ocurrido en los hechos, han ocurrido en el alma. También eso somos: lo que imaginamos con fuerza.
La memoria también tiene su ética. No todo se debe contar, no todo se debe preservar. Hay recuerdos que deben guardarse en la intimidad sagrada del alma, no por vergüenza, sino por respeto. La exposición excesiva de la vida pasada puede convertir lo valioso en mercancía, lo íntimo en espectáculo.
La memoria también es un acto de amor. Recordamos lo que nos marcó, lo que nos dolió, lo que nos hizo temblar de alegría o de tristeza. Recordar es, en cierto modo, volver a tocar con el alma aquello que alguna vez nos tocó. Y eso no puede ser otra cosa que un gesto profundamente humano.
Hay días en los que la memoria se convierte en un santuario. Entramos en ella como quien entra en una casa antigua: con respeto, con un poco de nostalgia y con la certeza de que ahí habita parte de lo que somos. Aun si ya no vivimos ahí, esa casa nos recuerda que alguna vez fuimos otros, y que ese otro todavía nos habita.
Recordar es una forma de resistir el olvido del mundo. En tiempos de inmediatez, donde lo que no se publica parece no existir, recordar con el corazón es una manera de decir: “esto fue importante”. Y aunque el tiempo insista en borrar, hay en nosotros una voluntad terca de preservar.
Somos criaturas de memoria. Vivimos entre lo que fue, lo que creemos que fue, y lo que jamás sabremos si ocurrió así. Habitamos esa tierra movediza con valentía, sabiendo que, aunque los recuerdos a veces se disfracen de verdad, también son lo más parecido a una certeza que el alma puede abrazar.
Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista
Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
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