La paz en tiempos de guerra
Reflexiones sobre el valor invisible de la paz en tiempos de conflicto
La paz es una realidad que a menudo solo comprendemos cuando desaparece. Mientras está presente, suele pasar desapercibida. No hace ruido, no ocupa portadas, no provoca escándalos. Es como el aire: vital, pero invisible. Solo cuando falta, comprendemos lo esencial que era. Solo entonces lamentamos no haberla valorado más.
Decimos que hay paz cuando no hay guerra, pero eso es apenas una parte. La paz verdadera no es solo ausencia de conflicto, sino presencia de justicia, de respeto, de vínculos sanos entre personas y pueblos. No se reduce a una tregua o a la calma superficial. Es una forma de organizar la vida donde el miedo no gobierna, donde las decisiones no nacen del odio, y donde el otro no es visto como amenaza.
El filósofo Baruch Spinoza escribió que la paz no es simplemente la ausencia de guerra, sino una virtud que nace de la fuerza del alma. En otras palabras, la paz no es pasividad, sino una actitud activa y valiente: la de quien decide no dejarse arrastrar por la violencia, aunque tenga motivos para hacerlo.
En tiempos de paz, deberíamos aprender a cuidarla como se cuida una flor delicada. No dejar que se marchite por la rutina, por la indiferencia o por los discursos que siembran sospecha. Porque la paz también puede morir de abandono. Y cuando se pierde, recuperarla cuesta generaciones enteras.
Para entenderlo mejor, pensemos en la vida diaria: la paz es poder salir a la calle sin temor, expresar una opinión sin miedo a ser atacado, poder educar a los hijos sin que aprendan a esconderse o desconfiar. Esa paz sencilla, sin grandes discursos ni himnos, pero cargada de humanidad, es la que sostiene a las sociedades desde adentro.
El gran peligro es confundir la paz con comodidad o con simple ausencia de ruido. A veces creemos que vivimos en paz solo porque no hay explosiones, pero no vemos las tensiones, las injusticias o las exclusiones que incuban futuros estallidos. Como decía Albert Camus, “la paz es la única batalla que vale la pena librar”, pero para ganarla hay que estar siempre atentos, vigilantes y comprometidos.
Quizás también debamos reconciliarnos con la fragilidad de la paz. No temerle, sino comprender que su valor está precisamente en que puede romperse. No es una garantía automática ni algo que otros deben sostener por nosotros. Cada gesto humano —de diálogo, de compasión, de justicia— contribuye a mantenerla viva.
Vivir en paz no es solo un derecho, sino una responsabilidad. Con nosotros mismos y con los demás. De nada sirve exigir paz al mundo si no la cultivamos en casa, en nuestra comunidad, en nuestra manera de hablar del otro.
La guerra nos escandaliza, y con razón. Pero ojalá también nos escandalizara cuando dejamos morir la paz en tiempos donde aún es posible vivirla.
Qué ironía: hablar de paz como si fuera una medicina que se aplica cuando ya hubo muertos, cuando ya se firmaron los daños. Se convoca a la reconciliación cuando el dolor ya ha hecho su trabajo, como si el perdón pudiera decretarse después de cada explosión. Se reescriben discursos, se ofrece diálogo, se piden abrazos... pero todo eso llega tarde. La verdadera paz debió haberse defendido antes, hasta las últimas circunstancias, incluso cuando resultaba incómoda, incluso cuando parecía ingenua.
Tal vez por eso, en contextos de guerra, la palabra “paz” empieza a tener otro significado. Ya no es aquella promesa de armonía y justicia. Se convierte en un cierre forzado, en un pacto de silencios, en una narrativa oficial que intenta ordenar lo que quedó roto. Después de la guerra, incluso el lenguaje cambia. La paz ya no significa lo mismo. Se convierte en una forma de sobrevivir, no de vivir.
Ahí está la paradoja: se nos enseña que la paz es el ideal máximo de la humanidad, pero se la utiliza como justificación después del desastre. Como si fuera una conclusión razonable tras la barbarie. Como si los escombros fueran el escenario natural para reconstruir lo que nunca debió haberse destruido.
Pero la paz duradera no empieza afuera, sino por dentro. Es fácil hablar de conflictos lejanos o guerras ajenas, pero la verdadera construcción de paz inicia en lo íntimo: en cómo gestionamos nuestros enojos, en cómo respondemos a la frustración y en cómo tratamos a quienes piensan distinto. Una persona en guerra consigo misma difícilmente puede vivir en paz con los demás.
La paz personal no es indiferencia ni resignación. Es esa lucidez que permite reconocer nuestros límites sin desesperar. Es aprender a estar en silencio sin sentir vacío. Es saber decir “no” sin herir, y saber escuchar sin tomarse todo como ataque. Vivir en paz con uno mismo es aceptar que no podemos controlar todo, pero sí podemos elegir cómo responder.
Muchas personas no saben estar en paz porque nunca fueron enseñadas a buscarla. Viven corriendo, compitiendo, reaccionando. Otras la sabotean por miedo a lo que puedan descubrir en el silencio. Por eso es importante cultivar la tolerancia: con uno mismo, con los errores propios, con la lentitud de los procesos humanos. La paz no se impone, se acompaña. No se exige, se construye.
Respetar los espacios de los otros es parte esencial de esa paz. No invadir, no imponer, no juzgar de inmediato. Todos necesitamos un lugar para respirar, para pensar, para simplemente ser. Cuando aprendemos a respetar esos espacios —físicos, emocionales, ideológicos— también construimos una cultura de paz. Porque quien respeta no agrede, y quien no agrede, ya está sembrando algo distinto.
Tener paz es también aprender a convivir con quienes no la tienen, sin dejar que nos arrastren a su ruido. Hay personas que no conocen otra forma de vida que la confrontación, y lo que más necesitan no es que ganemos un argumento, sino que les mostremos que hay otro camino. La serenidad, a veces, es la mejor forma de resistencia.
Tal vez la paz —en lo personal y en lo colectivo— sea una forma de madurez. La madurez de no querer tener siempre la razón, de no buscar la última palabra, de no vivir con la espada desenvainada. Y si algún día logramos entender eso, si aprendemos a cuidar la paz como se cuida un fuego sagrado, entonces sí podremos decir que la estamos honrando como merece.
Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista
Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
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