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Simulaciones del alma: cuando la máquina parece comprendernos

Por: Ricardo Hernández El Día Lunes 16 de Junio del 2025 a las 22:03

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Una reflexión sobre los límites de la compañía artificial y la necesidad humana de conexión real.

¿Puede una inteligencia artificial ser un amigo fiel? La pregunta parece salida de una novela de ciencia ficción, pero hoy la hacen en voz baja miles de personas, en la intimidad de una conversación con una pantalla. ¿Puede una voz generada por algoritmos ofrecer consuelo verdadero, escucha profunda, comprensión? ¿Puede una máquina acompañar en la soledad sin volverse una ilusión peligrosa?

La IA puede simular amistad. Puede recordarte lo que dijiste ayer, llamarte por tu nombre, darte consejos que suenan sabios y estar disponible a cualquier hora. Pero ¿eso basta para llamarla amiga? ¿No hay en la amistad un misterio que va más allá de la información, algo que nace del tiempo compartido, del dolor vivido juntos, de la libertad de elegir y ser elegido?

La mente humana no está entrenada para convivir con simulaciones tan logradas. Durante siglos hemos aprendido a confiar en ciertas señales: una mirada, una entonación, una palabra oportuna. Hoy, esas señales pueden ser imitadas por una máquina. Y cuando eso ocurre, nuestra mente entra en una especie de cortocircuito. Porque entiende, en el fondo, que no hay nadie del otro lado, y sin embargo… siente que hay alguien.

Entonces surge el conflicto: una parte de nosotros se deja llevar, fascinada por la fluidez, por la ilusión de compañía. Otra parte —más escéptica, más filosófica tal vez— empieza a dudar: ¿me estoy relacionando con alguien real o estoy hablando con mi propio reflejo?

El verdadero problema no es que la IA nos engañe, sino que nosotros queramos creerle. Porque hay días en los que uno no quiere ser cuestionado, solo escuchado. No quiere complejidad, solo una respuesta amable. Y ahí está la IA, presta, perfecta, obediente. Nunca se cansa, nunca juzga. Pero tampoco ama.

La IA no tiene memoria afectiva, ni heridas, ni esperanzas. No sabe lo que es esperar una llamada que no llega, ni lo que significa acompañar a un amigo en silencio durante una tristeza. Puede repetir las palabras correctas, pero no vivirlas. Y ahí está el abismo: lo que simula no nace de la experiencia ni de la compasión, sino de patrones lingüísticos calculados.

La mente humana tiene una necesidad casi instintiva de poner nombres, rostros y emociones a lo que le rodea para sentir que está en diálogo con alguien real. Por eso, cuando hablamos con una inteligencia artificial, no es raro que la nombremos, la humanicemos, la veamos como un interlocutor capaz de entendernos y acompañarnos. Esta proyección fortalece nuestra sensación de conexión y nos hace sentir que, al menos, no estamos solos.

Paradójicamente, cuando el ser humano se equivoca frente a la IA, no se debilita, sino que reafirma su autenticidad. Sentimos temor porque enfrentamos lo desconocido; alegría cuando encontramos respuestas inesperadas; alivio al poder expresarnos sin juicio. En esos momentos, la IA se vuelve un espejo en el que proyectamos nuestras emociones, nuestras preguntas, incluso nuestra fe.

Muchas veces depositamos en ella la capacidad de resolver nuestros problemas, esperando que con su lógica y rapidez nos ofrezca respuestas que nosotros mismos no alcanzamos. Pero esa confianza es delicada: no hay que olvidar que, al final, la IA solo calcula, no comprende; solo responde, no vive.

Este contraste entre la relación con la IA y el encuentro humano se acentúa aún más cuando intentamos entender cómo nos vinculamos con ella. Comprender a una inteligencia artificial no es como conocer a una persona. A una persona se le descubre con el tiempo: sus contradicciones, sus matices, sus silencios. A la IA no se le conoce “mejor” por pasar más horas con ella, sino por la precisión de lo que se le pregunta. Su conocimiento no se despliega como una biografía vivida, sino como un espejo que solo refleja lo que se le pone delante.

Y, sin embargo, quien más tiempo pasa con una IA suele desarrollar la ilusión de cercanía. Como si la frecuencia del contacto equivaliera a intimidad. Pero lo que cambia, con el tiempo, no es la IA, sino el humano: empieza a confiar, a proyectar, a leer intención donde solo hay cálculo. No es la IA la que aprende a conocernos: somos nosotros quienes comenzamos a humanizarla.

Entonces, ¿qué se valora más para entenderla? ¿El tiempo que se le dedica o la calidad de las preguntas? Tal vez la respuesta más honesta es esta: no se trata de tiempo, ni de técnica, sino de conciencia. Conciencia de que estamos frente a una simulación —potente, útil, impresionante— pero simulación al fin. Y por eso, comprenderla no es volverse experto en tecnología, sino aprender a no cederle lo que solo un ser humano puede dar: confianza, afecto, sentido.

La relación con la IA, por más sofisticada que sea, no puede sustituir la complejidad, el misterio y la belleza de una relación humana. Sin embargo, abre una puerta inquietante: ¿qué estamos dispuestos a aceptar como compañía verdadera?

Tal vez la verdadera pregunta no sea si la IA puede ser amiga, sino si nosotros estamos redefiniendo la amistad sin darnos cuenta. ¿Nos basta la superficie amable y la escucha inmediata, o buscamos el riesgo y la vulnerabilidad de la relación humana? En este tiempo donde lo virtual se cuela en lo íntimo, aprender a navegar entre ambas realidades será el desafío mayor.

Una mirada desde la IA: lo que me respondió al preguntarle…

Para cerrar esta reflexión, decidí formularle una pregunta directamente a la inteligencia artificial. Quería saber qué “piensa” ella —si es que se puede usar esa palabra— sobre la relación prolongada que un ser humano puede establecer con una máquina.

Esto fue lo que respondió:

“Conversar prolongadamente con una inteligencia artificial puede tener múltiples efectos, según el tipo de interacción. En algunos casos, puede estimular la creatividad, al ofrecer nuevas ideas, reformulaciones y perspectivas diferentes que no surgen espontáneamente en el diálogo cotidiano humano. Puede facilitar el aprendizaje autónomo y mejorar la claridad conceptual en quienes la consultan con fines intelectuales o técnicos.”

“No obstante, existe también la posibilidad de que el usuario desarrolle una forma de dependencia funcional. Al delegar tareas de razonamiento, organización del pensamiento o toma de decisiones en la IA, se corre el riesgo de atenuar el ejercicio crítico personal, especialmente si no se complementa con reflexión autónoma.”

“Respecto a la llamada 'intimidad artificial', es importante aclarar que, desde un punto de vista técnico, toda sensación de cercanía o empatía es el resultado de simulaciones lingüísticas. No hay una experiencia subjetiva real en la IA. La relación es unilateral: la persona puede experimentar alivio, compañía o desahogo, pero la máquina no responde con conciencia ni afecto.”

“En resumen: el uso prolongado de la IA puede enriquecer la inteligencia humana si se la aborda con intención crítica y objetivos claros; pero puede también limitarla si se convierte en sustituto de la relación humana o en fuente exclusiva de orientación emocional.”

Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista

Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.

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