¿Y si mejor comprendemos?
En el café del restaurante, donde las ideas se sirven tan calientes como el café, los días se parecen, pero las discusiones no. La mesa de siempre es un pequeño campo de batalla donde la cortesía y el argumento luchan cuerpo a cuerpo. Uno lleva su opinión bajo el brazo como quien lleva un machete envainado: dispuesto a usarlo si alguien lo contradice.
Ahí nos sentamos cinco, seis, a veces más. Cada uno con su taza y su certeza. A veces da la impresión de que no vamos a conversar, sino a corregir al otro. Se opina de todo: del gobierno, de la iglesia, de los jóvenes de ahora y hasta del uso correcto del cubrebocas. Y cuando uno se atreve a decir algo distinto, lo miran como si hubiera estropeado la misa del domingo.
He aprendido que en esas reuniones hay una regla no escrita: no contradigas demasiado si quieres conservar la amistad. Y eso me deja un dilema entre el pecho y la garganta. ¿Debo quedarme callado para no incomodar? ¿O debería responder, aunque se incomoden todos? ¿O quizás —y aquí es donde me detengo más— sería mejor intentar comprenderlos?
Porque comprender, a diferencia de tener la razón, no necesita gritar. No busca ganar, ni derrotar. Comprender es un acto silencioso, como abrir la ventana para que entre el aire, aunque no lo veas.
Pero no es fácil. Nos enseñaron que tener la razón es sinónimo de inteligencia. Que el que sabe más, manda. Que el que corrige, ayuda. Por eso nos volvemos obsesivos del argumento, cazadores de errores en las palabras ajenas. Como si la conversación fuera una competencia y no un puente.
Hay días en que salgo de ahí agotado, no por el café, sino por la tensión que flota en el aire cuando alguien defiende su punto de vista como si fuera una herencia sagrada. Y yo también lo he hecho, no me salvo. También he alzado la voz, he dicho “eso no es así” con una seguridad que no siempre merecía.
Pero en otras ocasiones me he callado, no por miedo, sino por respeto. He dejado que el otro diga su verdad, aunque no sea la mía. Y ahí, en ese silencio, me he sentido más humano. Porque comprender no es rendirse: es mirar al otro sin las armas del juicio, es intentar entender qué hay detrás de lo que dice.
Quizás en eso consiste la verdadera madurez: en saber cuándo hablar y cuándo no. En aceptar que no siempre tenemos que corregir, y que a veces una pregunta sincera vale más que cien verdades gritadas.
Y es que el ego, ese huésped que todos llevamos dentro, siempre quiere ganar la última palabra. Pero el alma, esa parte más callada de nosotros, muchas veces solo quiere escuchar.
Entonces me pregunto: ¿qué pasaría si empezáramos a valorar más la comprensión que la razón? ¿Si bajáramos el tono para subir el nivel de la conversación?
Tal vez no cambiaríamos el mundo, pero cambiaríamos el ambiente de la mesa. Y eso, para muchos de nosotros, ya sería una forma de paz.
Porque al final, no se trata de tener razón en todo, sino de tener espacio para todos. Y en ese pequeño gesto —de escuchar, de respetar, de comprender— puede nacer algo más grande que cualquier argumento: la posibilidad de seguir siendo amigos.
A veces pienso que las mejores conversaciones no son las que se ganan, sino las que dejan algo sembrado. Una duda, una nueva perspectiva, una frase que se queda rondando como abeja en el oído. Y eso no se logra imponiendo ideas, sino compartiéndolas con humildad.
Tal vez el problema no está en pensar diferente, sino en no saber cómo convivir con esa diferencia. La diversidad de opiniones debería enriquecer, no dividir. Pero para lograrlo, necesitamos más puentes y menos trincheras. Más pausas y menos juicios.
Uno de mis amigos, con quien casi siempre discrepo, una vez me dijo: “A mí me gusta hablar contigo porque me haces pensar”. Fue una frase simple, pero se me quedó grabada. Me di cuenta de que no necesito convencerlo para influir en él. Solo necesito hablar con respeto, y escuchar con atención.
Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista
Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
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