Así regresan los que nunca se fueron
Estaba por caer la noche. El cielo, con esa mezcla de azul cansado y luces que apenas despiertan, se dejaba mirar desde el ventanal del restaurante. Afuera, la plaza parecía respirar con lentitud: los pasos dispersos, las risas lejanas, el rumor cotidiano de una ciudad que no sabe detenerse.
Adentro, el murmullo del lugar era como una corriente suave de voces y tazas. Pero justo cuando Mateo llegó, ocurrió algo curioso: el ambiente se detuvo. No en un sentido literal, por supuesto, pero el ruido se desdibujó, como si el mundo comprendiera que ese momento requería silencio, un espacio sin interrupciones. Y allí estábamos, en la esquina más tranquila del lugar, donde podíamos ver sin ser vistos.
Mateo se sentó frente a mí con una expresión serena, de esas que sólo llegan después de haber cargado con muchas tormentas. Habían pasado meses desde la última vez que nos habíamos visto, desde aquel día extraño en que mi angustia lo alcanzó de forma abrupta, inesperada.
No fue un malentendido, no hubo discusiones, tampoco reproches. Simplemente dejamos de hablarnos. Como si el dolor que compartimos hubiera sido demasiado pesado para sostenerlo entre dos.
Ahora, frente a una taza de café, la conversación comenzó sin esfuerzo. Hablamos de cualquier cosa: del clima, de la gente que pasa, del sabor del chocolate caliente que él pidió con una sonrisa tímida.
Lo observé con atención. Su rostro estaba marcado por el tiempo, pero no era eso lo que me conmovía. Era la forma en que sostenía la taza, con lentitud, como si cada sorbo fuera una pausa necesaria en una vida que ha ido demasiado rápido.
Mateo no hablaba con la prisa de quien quiere ser escuchado, sino con la calma de quien ha aprendido que a veces no decirlo todo también es una forma de hablar. Y yo lo escuchaba con respeto, como si en cada palabra se revelara un mapa de lo que fuimos, de lo que aún somos.
Me contó algunas cosas de su vida, de sus días, de su salud. Pero más que sus palabras, me conmovió su presencia. Ese estar ahí, completo, disponible, sin rencor, sin explicaciones forzadas.
Hubo silencios entre nosotros, y no fueron incómodos. Al contrario, eran como un puente invisible. Descubrí que no necesitábamos hablar demasiado para entendernos.
Recordé entonces que no todas las amistades se basan en la frecuencia, sino en la profundidad. Que a veces, basta un reencuentro para que el afecto vuelva a encontrar su cauce.
La vida nos había dado otra oportunidad, y ambos parecíamos conscientes de ello. Tal vez por eso, ninguno quiso llenar el momento de palabras inútiles. Aceptamos lo que fue, lo que no fue, y lo que ahora teníamos: una conversación sencilla entre dos que alguna vez se distanciaron por el peso del mundo.
Miré la plaza de nuevo. Algunas luces ya estaban encendidas. Un niño perseguía una pelota con la torpeza alegre de quien aún no sabe lo que es la tristeza. Pensé que quizá, después de todo, el tiempo no nos había quitado tanto.
Nos despedimos con un gesto amable. No hubo promesas, ni planes futuros. Sólo un “hasta luego” que sabía a reconciliación.
Al salir, sentí que algo se había ordenado dentro de mí. No una certeza, no una conclusión, sino una especie de quietud. Como si al recuperar esa amistad, también hubiera recuperado una parte de mí.
Y entendí que la verdadera conversación no fue la que tuvimos con palabras, sino esa otra que ocurre cuando dos almas, después de haberse perdido un tiempo, deciden volver a mirarse sin juicios.
Quizá por eso el silencio al inicio. Tal vez la vida, tan sabia a veces, sabía que, para escucharnos de verdad, primero necesitábamos callar.
Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista
Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
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