La forma invisible de la felicidad
Mi felicidad no hace ruido. No se impone. No necesita testigos. A veces, ni siquiera se deja ver. Vive en mí como un secreto, como un feto en el vientre de la madre: silenciosa, resguardada, latiendo suave, como si temiera que el mundo le hiciera daño. Y, sin embargo, me llena de una alegría inmensa, inexplicable. Una alegría que no depende de nada. Que simplemente es.
No me hace falta gritar que soy feliz. Ni mostrarlo. Ni celebrarlo como quien enciende fuegos artificiales. Mi felicidad es tímida. Se asoma en las pausas, en los pequeños gestos, en esos momentos que no buscan reconocimiento.
A veces la encuentro al caminar solo por la calle, al escuchar cómo canta el viento entre los árboles. O al ver a la mujer que vende dulces en la esquina. Nadie le compra. Algunos apenas le dicen: “No, gracias”. Pero ella se aleja con una sonrisa, como si cada negativa llevara consigo una bendición secreta. Como si el simple hecho de ofrecer algo fuera, en sí mismo, motivo de gozo.
Y entonces comprendo. Que la felicidad no tiene una forma universal. No todos bailan cuando la sienten. Algunos, como yo, simplemente respiran más hondo.
La felicidad no es una cuestión de creencia ni de perspectiva. No tiene forma ni color. Es algo parecido al amor: no se ve, se siente. Es intensa, sutil, poderosa, y no necesita de palabras para existir. Basta mirar los ojos de alguien para sentir esa proyección silenciosa que habla sin voz.
Quien diga que ha alcanzado la felicidad por tener muchas cosas, tal vez debería preguntarse si la felicidad es algo que se puede comprar. Y si alguien asegura que es feliz por su riqueza, que se detenga un momento y diga —con verdad— en qué tienda se vende, aunque sea un poco, para dársela a quien la necesita.
En tiempos modernos, en tiempos de mercadotecnia, la felicidad se asocia con frecuencia a un artículo de alto precio. Eso parece implicar que no todos pueden acceder a ella. Pero esa es una felicidad pasajera, caduca, que solo dura mientras dure el objeto. En cambio, la felicidad que brota desde el interior no depende de modas ni vitrinas. No se acaba. No tiene fecha de expiración. Es una semilla que, si se cuida, florece para siempre.
Mi felicidad no compite. No necesita likes. No se mide en logros. Es más bien una forma de habitar el instante, de agradecer sin palabras, de saber que, incluso en medio de la incertidumbre, hay algo dentro que sigue encendido.
No siempre sé cómo llamarla. Pero cuando llega —aunque no la nombre—, me reconcilia con todo. Y en su timidez, en su silencio, me enseña que vivir no es correr detrás de una idea, sino abrazar lo que ya somos… sin más.
Tal vez por eso hay quienes no la encuentran: porque la buscan afuera, cuando en realidad lleva tiempo cultivarla adentro. La felicidad, cuando es verdadera, no se grita; se habita. No se presume; se respira. Y no es una meta, sino una forma de estar presente, aun en medio del dolor o la duda.
He aprendido que no es necesario estar siempre sonriendo para ser feliz. A veces, la felicidad se disfraza de calma, de aceptación, de una tristeza que no pelea consigo misma. Se puede ser feliz incluso en medio de una pérdida, si uno alcanza a ver el amor que hubo antes del vacío.
La felicidad no exige espectáculo. No necesita palabras grandilocuentes ni escenarios perfectos. Es más parecida al silencio que a la música. Más parecida a un atardecer que a una fiesta. Y aun así, cuando se manifiesta, toca lo más profundo, como si recordáramos de golpe lo que siempre ha estado con nosotros.
Quizá por eso, al final del día, la pregunta no es si somos felices como los demás, sino si hemos aprendido a escuchar nuestra forma única de serlo. Porque la felicidad no necesita parecerse a nadie, solo necesita parecernos a nosotros mismos.
A veces me pregunto si la felicidad realmente se alcanza… o si simplemente se acompaña. ¿Y si no es un destino, sino una presencia que camina con nosotros, a veces visible, a veces no? ¿Y si no está hecha para durar, sino para recordarnos que hay momentos —aunque fugaces— que justifican toda la existencia?
También me he cuestionado si el sufrimiento y la felicidad están tan separados como creemos. ¿No será que se entrelazan, que se necesitan? Como la sombra al árbol, como el silencio a la música. Quizá aprendemos a reconocer la felicidad solo porque antes conocimos su ausencia.
¿Y qué ocurre con quienes nunca la han sentido? ¿Es justo hablar de una felicidad universal si no todos la pueden nombrar? A veces pienso que, más que buscar “ser felices”, deberíamos aprender a mirar con otros ojos, a estar atentos, a dejar que lo sencillo nos conmueva.
En el fondo, creo que la felicidad no se define. Se respeta. Como se respeta el alma de otro ser humano. No se le impone un molde ni se le exige una forma. Cada quien la vive a su manera, en su propio idioma interior. Y eso también es hermoso: que no haya una sola manera de ser feliz, sino tantas como personas hay en el mundo.
Porque, a fin de cuentas, la forma más pura de la felicidad es aquella que, aún invisible, nos transforma.
Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista
Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
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