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El otro como espejo de lo que somos

Por: Ricardo Hernández El Día Lunes 02 de Junio del 2025 a las 19:13

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Hay momentos en que basta mirar a alguien a los ojos para comprendernos un poco más. No porque el otro nos dé respuestas, sino porque nos confronta con lo que llevamos dentro. En el rostro ajeno, en su necesidad, en su silencio o su dolor, se nos revela —como un espejo sin adornos— lo que somos capaces de ver, de sentir, de hacer. Y también, lo que aún no hemos sido capaces de ofrecer.

La idea de que el otro es un espejo puede parecer romántica, pero en realidad es profundamente desafiante. Porque no se trata solo de vernos reflejados en sus virtudes, sino también de enfrentarnos a nuestras omisiones, a nuestras indiferencias, a esa línea tenue que a veces dibujamos para no involucrarnos.

Sin embargo, hay algo que cambia con los años. Las experiencias que atravesamos nos moldean, nos abren los ojos. El dolor vivido no se borra, pero enseña. Haber pasado hambre, por ejemplo, fue una experiencia dura, incluso humillante. Pero esa cicatriz nos enseña a identificar el mismo vacío en otros. Nos volvemos más sensibles, más atentos, porque ya lo hemos sentido, ya lo hemos padecido. Por eso no resulta tan difícil ponerse en los zapatos del otro.

Ayudar, entonces, no siempre es un acto que se da desde la abundancia. A veces, nace del vacío, del reconocimiento de una herida compartida. Porque quien ha sufrido, quien ha sentido frío, quien ha caminado solo, sabe lo que duele no ser visto. Y al ver al otro, se encuentra consigo mismo. No para compadecerse, sino para actuar.

A veces creemos que solo se ayuda con grandes acciones o con soluciones definitivas, pero muchas veces basta con estar presentes, con escuchar de verdad, con sostener una mirada. El otro no siempre necesita respuestas; a veces solo necesita ser escuchado sin prisa, sin juicio. Y ese acto tan sencillo puede ser un alivio inmenso, porque en un mundo que corre sin detenerse, ser visto y aceptado es, muchas veces, una forma de sanar.

En ese espejo que es el otro, también descubrimos lo que todavía podemos aprender. Nos damos cuenta de nuestras limitaciones, de nuestros prejuicios, de nuestras resistencias al dolor ajeno. Pero también se nos revela la posibilidad de crecer. Cada encuentro humano es una oportunidad de transformarnos, si estamos dispuestos a mirar con apertura y dejar que el otro nos toque el alma.

Al final, la empatía no es solo una virtud: es una decisión. Elegir sentir con el otro, mirar su historia con respeto, ofrecer lo que tenemos —aunque sea poco— y permitir que ese acto nos revele algo más de nosotros mismos. Porque cada vez que elegimos tender la mano, cada vez que decidimos mirar con el corazón, el reflejo que devuelve el otro nos ayuda a construir la mejor versión de lo que somos.

Hay personas que nos muestran quiénes podemos ser si nos atrevemos a mirar más allá de la superficie. No con lástima, sino con ternura. No desde un pedestal, sino desde la horizontalidad que hermana. En esos encuentros, se produce una transformación sutil: comprendemos que el otro no está tan lejos, que su historia podría haber sido la nuestra. Y que, en ese cruce breve, a veces silencioso, podemos recuperar algo que habíamos perdido: la capacidad de sentir como propio el dolor ajeno.

Las heridas que llevamos nos han hecho más humanos. Y aunque nadie quisiera volver a vivirlas, a veces son precisamente esas cicatrices las que nos recuerdan que hay historias que no debemos ignorar. Cuando vemos a alguien atravesar lo que nosotros ya pasamos, sentimos el llamado interior de hacer algo. No desde la soberbia del que ya “salió adelante”, sino desde la humildad de quien sabe lo que cuesta.

Es allí donde empieza el verdadero encuentro. Ya no es solo un acto de generosidad, sino de reconocimiento. Al ayudar, no solo aliviamos una necesidad: tejemos un puente, una complicidad silenciosa entre dos seres humanos que se reconocen en medio de sus fragilidades. La ayuda se vuelve entonces un lenguaje, una forma de decir: “Te veo. Estás aquí. No estás solo”.

En cierta ocasión escuché a alguien decir: “Eres tan transparente que puedo ver tu alma”. Aquellas palabras se me quedaron grabadas. Tal vez ese sea el mayor acto de empatía: mirar al otro sin juicios, con los ojos del alma, y descubrir que en su historia también está la nuestra. No porque seamos iguales, sino porque en lo esencial, todos somos espejos rotos tratando de reflejar un poco de luz.

Quizá lo más valioso que podemos ofrecer al otro no es lo que llevamos en las manos, sino lo que hemos aprendido a lo largo del camino. Nuestra historia, nuestras derrotas, nuestras pequeñas conquistas… todo eso que, bien compartido, puede convertirse en bálsamo. Porque lo vivido cobra sentido cuando puede ser puesto al servicio del otro.

Tal vez por eso, cada vez que ayudamos a alguien, también nos salvamos un poco a nosotros mismos. No porque tengamos la solución para todo, sino porque elegimos no quedarnos al margen. Porque decidimos reflejar, en el otro, la versión más humana de lo que somos.

Quizá por eso mirar al otro con honestidad es también un acto de valentía: nos permite vernos en su reflejo y reconocernos. El otro, en verdad, es el espejo más honesto de lo que somos.

Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista

Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.

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