El cuarto blanco: la compasión que duele y transforma
Buenos días, queridos amigos. Les comparto con mucho gusto un tercer capítulo de la historia: “El dolor ajeno. Reflexiones sobre la empatía y el sufrimiento”. No está por demás que también comparta el prólogo para contextualizar la historia. Muchas gracias a ustedes que me leen. Les mando un fuerte y afectuoso abrazo, a la distancia.
PRÓLOGO
Este libro, a medio camino entre la autobiografía y la exploración interior, nace del deseo profundo de reflexionar sobre una de las experiencias humanas más conmovedoras: el dolor ajeno. No se trata únicamente de observar el sufrimiento de los demás, sino de permitirnos sentirlo, acogerlo y responder con empatía y acción cuando alguien nos tiende la mano en busca de ayuda. Hay una diferencia fundamental entre ver el dolor y conmovernos verdaderamente por él. Esta obra trata precisamente de eso: de la capacidad de conmovernos con dignidad.
Acompañar a una persona anciana —hombre o mujer— en los últimos tramos de su vida, aligerar el peso de sus días o simplemente regalarle un poco de alegría, es uno de los actos más nobles que podemos ofrecer como seres humanos. Pero más allá del acto en sí, hay una perspectiva que quisiera destacar: la figura de quien decide ayudar. El verdadero valor, muchas veces, no reside solo en la necesidad, sino en la voluntad de responder a ella con generosidad.
Desde esta mirada, el foco se desplaza hacia quienes extienden una mano sin esperar nada a cambio. La vida de Jesucristo es, en este sentido, un ejemplo luminoso. Lo extraordinario no estaba solo en los ciegos que volvían a ver o en los cojos que caminaban, sino en Él: en su amor incondicional, en su compasión sin fronteras, en su humildad. En su capacidad para ver al otro, detenerse y ofrecer consuelo. Era Jesús quien representaba el misterio más profundo, porque en cada gesto hacia los demás revelaba lo más elevado del ser humano.
Una frase del escritor ruso León Tolstói resume esta experiencia con precisión: “Si sientes dolor, estás vivo. Si sientes el dolor de los demás, eres humano”.
En estas páginas no se abordarán teorías ni conceptos abstractos. Lo que aquí se ofrece es una experiencia vivida, un testimonio. No importa si quien recibe la ayuda es un niño, un adolescente, un joven o un anciano. Lo verdaderamente valioso es reconocer la fuerza de quien decide dar, y cómo lo hace.
Espero sinceramente que estas reflexiones sobre el dolor ajeno encuentren un eco en quien las lea, y que sirvan como un espejo para mirar hacia dentro —y también hacia los demás — con un poco más de ternura.
CAPÍTULO 3
El cuarto blanco: la compasión que duele y transforma
Introducción:
La vulnerabilidad ajena puede ser un espejo que nos devuelve el reflejo más nítido de nuestra humanidad. En este capítulo, el entorno clínico de un hospital se transforma en un escenario donde brota una compasión que no es teoría ni emoción efímera, sino presencia activa y entrega silenciosa.
Mateo era un hombre que, a pesar de sus limitaciones físicas, todavía podía valerse por sí mismo. En una ocasión me confió que pronto se sometería a una operación. Le hice varias preguntas:
—¿De qué se va a operar? ¿En qué hospital? ¿Quién lo va a cuidar? ¿Cuántos días estará en reposo? ¿Tiene dinero suficiente para la intervención?
En aquel entonces, aún no había la suficiente confianza entre nosotros como para que me respondiera con franqueza.
Sin embargo, cuando enfrentó su segunda operación de columna, Mateo finalmente respondió a todas aquellas preguntas que habían quedado suspendidas en el aire. Fue en ese entonces cuando le recordé lo que le había dicho antes: que me considerara para acompañarlo y cuidarlo durante su recuperación en el hospital.
Recuerdo con claridad la imagen de Mateo acostado, cubierto con una sábana blanca. Su rostro, ya sin barba, reflejaba cansancio y vulnerabilidad. Al entrar al cuarto donde reposaba, me miró con una expresión de bienvenida que no necesitó palabras. Sus ojos hablaban por él.
Antes de la operación, observé cómo las enfermeras le colocaban una aguja conectada a una manguera por donde fluía un líquido transparente desde una bolsa de suero. Algunas veces, no lograban encontrarle la vena en la mano, ya adolorida por tantos intentos. Ver esa escena me dolía. Sentía cada pinchazo como si fuera en mi propia piel. Esa fue la primera vez que experimenté una compasión profunda por alguien enfermo.
Nunca antes había sentido algo así. ¿Cuidar a un enfermo? ¿Yo? No era enfermero, ni tenía conocimientos médicos, ni siquiera era pariente de Mateo. ¿Entonces por qué sentí ese llamado a estar con él, a brindarle apoyo, a acompañarlo en su fragilidad?
En los días buenos me agradaba verlo sonreír, escucharlo hablar sobre cosas aparentemente simples. Pero no era su conversación lo que me atraía, sino su manera de ser: un anciano carismático, culto, con una gran fe en Dios. Había sido lector de literatura, religión y filosofía. No era un anciano cualquiera. Una vez le pregunté:
—¿Quién lo va a cuidar cuando ya no pueda caminar? Su respuesta fue sencilla y serena:
—La Providencia.
Durante su estancia en el hospital, una tarde me dijo mientras yacía en su cama:
—¿Me puedes acompañar a orar?
Le respondí sin dudar:
—Sí, con gusto.
Esa tercera experiencia me dejó una enseñanza invaluable: aprender a sentir compasión por el otro. No como una emoción pasajera, sino como una disposición activa del alma.
Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista
Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
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