El gesto invisible: cuando ayudar nos revela
Comparto con ustedes el fragmento de una historia que terminé de escribir hace unos días. Espero les guste. De paso, agradezco a todos mis lectores por tomarse la molestia de leerme. Les mando un fuerte abrazo a la distancia.
Me alegra profundamente poder compartir contigo una experiencia que ha sido, a la vez, emocional y espiritual. En el centro de esta vivencia está la idea de ayudar: brindar apoyo sin condiciones, ofrecer comprensión sin juzgar, actuar sin detenernos a preguntar por qué o para quién. A veces, simplemente, lo humano es actuar.
Para abordar el tema que desarrollaré en las páginas siguientes, es necesario partir de una verdad elemental: todos, como seres humanos, poseemos sentimientos. Algunos de ellos permanecen adormecidos en lo profundo del corazón y solo emergen cuando la vida, con sus giros inesperados, nos coloca en una situación que exige una respuesta desde la empatía.
Nunca sabemos cuán humanos somos hasta que llega el momento de demostrarlo. Nadie nos prepara para entregarle nuestros sentimientos a un desconocido, a alguien que no forma parte de nuestra familia ni de nuestro círculo íntimo. Y, sin embargo, llega ese instante en que no hay más opción que responder, y es entonces cuando nuestra verdadera humanidad se revela.
En el día a día hemos visto ejemplos de personas que, sin pensarlo demasiado, actúan con generosidad. Esa disposición desinteresada es algo más que un gesto: es una expresión profunda del sentido humano. Y sobre eso quiero hablar.
Recuerdo un comentario reciente que me hizo una mujer, con buena intención: “No importa tanto lo que divulgues sobre tus buenas obras; lo que importa es lo que Dios ve en ti”. Sus palabras me parecieron una síntesis perfecta del espíritu que guía esta reflexión: no se trata de aparentar, sino de actuar desde la autenticidad, sin esperar reconocimiento.
Sin embargo, siento la necesidad de detenerme a explorar el proceso interior que implica ayudar. No ha sido fácil entender por qué reaccionamos como lo hacemos cuando alguien necesita de nosotros. Dar no siempre es una respuesta automática. A veces dudamos, a veces nos retraemos. Pero en ese acto —dar o no dar, recibir o no recibir— se esconde toda una filosofía.
¿Estamos llamados a ofrecer siempre? ¿Hasta cuándo debemos sostener nuestra disposición de ayudar? ¿En qué momento está bien poner un límite? Estas son preguntas que, aunque no tienen respuestas absolutas, vale la pena considerar.
Así que te invito a que te unas a esta reflexión, sencilla pero profunda, como un espejo de lo que podemos ser cuando decidimos abrir el corazón al dolor del otro.
El primer llamado: cuando el rostro del otro despierta algo en mí
Introducción:
Hay momentos en los que algo profundo se activa dentro de nosotros sin previo aviso. Una mirada, una voz frágil, una petición simple... y, de pronto, emerge una emoción nueva, desconocida. Este primer capítulo explora el origen de ese llamado interior que no siempre sabemos cómo nombrar, pero que nos lleva, inevitablemente, hacia el otro.
Hace unos ocho años descubrí algo valioso dentro de mí, aunque al principio no supe nombrarlo. Fueron surgiendo, desde lo más profundo de mi ser, ciertos sentimientos que me sorprendieron, como si algo desconocido se abriera paso desde el interior. No entendía lo que pasaba, pero poco a poco fui comprendiendo su significado y el lugar que ocuparían en mi vida.
Al principio, lo que sentía emergía como un grito silencioso, un clamor sin voz, pero con rostro, con presencia, con intención: el dolor ajeno. Esta extraña sensación me hizo pensar que quizá algo no estaba bien en mí. Llegué a cuestionar mi cordura. Me sentía solo en ese sufrimiento que no lograba comprender del todo. Me preguntaba si el “otro” me entendía, si era necesario que me explicara qué necesitaba o por qué lo hacía. ¿Era importante entender las razones del otro, o bastaba con estar ahí?
Todo empezó a tener sentido cuando conocí a Mateo, un hombre de unos ochenta años cuya fragilidad encendió en mí una chispa de compasión. No era un hombre discapacitado, pero su edad y su estado de salud lo hacían vulnerable. Había sido operado varias veces y vivía en una casa antigua, en un pequeño cuarto al final de un largo pasillo.
Fue allí, en ese espacio donde se mezclaban la soledad y los ecos del tiempo, que me pidió por primera vez un favor sencillo:
—¿Puedes ir a la tienda a comprarme una Coca-Cola?
Le respondí que sí, sin pensarlo. Me dio un billete de doscientos pesos y fui a una carnicería que quedaba justo enfrente de la casa.
Recuerdo que en esa casa también vivían unos jóvenes cuya presencia era siempre evidente. Cuando se marchaban, el lugar volvía a sumirse en un silencio interrumpido solo por el viento, que arrastraba las hojas secas por el patio hasta colarse en el pasillo. Esa escena, tranquila y melancólica, enmarcaba los días de Mateo.
Al regresar con el refresco y el cambio, se lo entregué con naturalidad. Pero él lo revisó y me dijo, con su voz pausada:
—¡Mira!, ¡este billete está roto!
Me habían dado un billete de cincuenta pesos al que le faltaba una esquina. Le aseguré que lo cambiaría en el banco.
Días después, Mateo me pidió de nuevo que le comprara un refresco. Pagué otra vez con un billete de doscientos pesos y, por coincidencia, fue la misma señora quien me atendió. Cuando regresé, Mateo volvió a señalar que uno de los billetes estaba dañado. Esta vez no pude contener mi molestia. Fui directamente a la carnicería y reclamé:
—¡Señora, la vez pasada me dio un billete roto, y ahora otro peor! ¿Por qué?
Su respuesta, cargada de ironía, fue:
—¡Pero usted tiene tiempo para ir a cambiarlos al banco!
A pesar de que Mateo siguió pidiéndome que fuera a esa tienda, nunca más regresé.
Lo que realmente ocurrió en ese episodio fue algo más profundo que una simple molestia por billetes en mal estado. Aquello despertó en mí un sentimiento de protección hacia Mateo. A través de sus gestos y de su mirada, percibí una petición silenciosa, una señal de ayuda. No fueron palabras, sino una comunicación más sutil, que penetró por los sentidos y se alojó en mi conciencia.
Esa fue, para mí, la primera señal clara de lo que más tarde llamaría “el llamado”. Al despedirme de él ese día, caminé hacia mi casa sintiendo que algo nuevo había surgido dentro de mí. Ese sentimiento, tan inesperado como poderoso, me hizo pensar en la relación entre un padre y su hijo pequeño. Así como un padre vela por su hijo indefenso, yo sentía la necesidad de cuidar de Mateo, de protegerlo de cualquier daño, por pequeño que fuera.
Los billetes eran solo el símbolo. Lo importante era lo que Mateo lograba transmitir: una expresión de impotencia que yo, sin saber cómo, logré comprender e interpretar como una solicitud de ayuda. Reflexioné mucho sobre ese episodio. ¿Estaba bien sentir de esa manera? ¿Era normal preocuparme tanto por alguien que apenas conocía? A veces pensé que me estaba volviendo loco. Pero algo me decía que no. Que lo que emergía en mí era, en realidad, humanidad.
Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista
Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
Para que HOYTamaulipas siga ofreciendo información gratuita, te necesitamos. Te elegimos a TI. Contribuye con nosotros. DA CLIC AQUÍ