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Una situación inesperada en la CDMX

Por: Ricardo Hernández El Día Viernes 20 de Diciembre del 2024 a las 20:35

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Hace algunos años llegó de visita a esta ciudad mi primo Gonzalo quien reside desde hace ya varios años en la Ciudad de México. No era precisamente a mí a quien venía a visitar, sino a mi padre. Siempre se había acordado de él, desde que mi primo era un niño. Con el tiempo llegué a suponer la razón de ello, ya que tenían el mismo carácter y la misma manera de hablar. Gonzalo se parecía más un hijo de mi padre, que su propio sobrino.

Aún y cuando ya era un hombre hecho y derecho, Gonzalo se hallaba mucho con él. Cada vez que andaba por esta ciudad no tardaba mucho en ponerse en contacto con su tío. Un año antes de que mi padre falleciera, mi primo fue a saludarlo. Ese día yo estaba con mi padre en su casa. Luego de que tío y sobrino platicaron largo y tendido, me preguntó Gonzalo que, si me quería ir a trabajar a México, que él se iba ir al día siguiente, pero que anotara su número de teléfono para que me contactara con él si es que me decidía ir a México.

Pasó como una semana de aquella invitación cuando le hablé por teléfono a mi primo. Le expliqué mis deseos de irme a trabajar. Enseguida me dio una recomendación importante, me dijo que de preferencia viajara por la noche para que pudiera llegar amaneciendo. Seguí las indicaciones tal y como me indicó. Compré un boleto de autobús en horario de noche, con rumbo a la Ciudad de México.

Mi primo, al igual que mi hermano, crecieron con una mentalidad muy despierta. Los dos se iban desarrollando en mentalidad y físicamente como si entre ellos existiera prisa por llegar a ser adultos. Ambos eran unos adolescentes y querían divertirse en lugares no propios de su edad. Se llegaban a juntar con amigos mucho mayores que ellos, tal vez por eso cuando cumplieron los quince años de edad ya querían trabajar, aunque lo consiguieron a los dieciséis.

Cuando mi primo me invitó a trabajar en la empresa donde laboraba, me dijo que por recomendaciones de él yo iba trabajar inmediatamente. Esa fue la razón por la cual me fui confiado. Era la primera vez que viajaba a la CDMX, por ese motivo sentí miedo a viajar solo. Sobre todo, porque se decía que México era una ciudad peligrosa. Me estaba arriesgando a viajar a un lugar que desconocía por completo.

En al autobús no tardé mucho en estar despierto, porque el solo hecho de estar pensando en lo que me pudiera suceder por allá, terminé con la mente agotada. Me dio mucho sueño y me quedé profundamente dormido. Cuando desperté ya estábamos llegando a la central de autobuses. Había viajado con una mochila nada más.

Cuando puse mis pies en la CDMX le hablé a mi primo inmediatamente para avisarle que estaba en la central y que pasara por mí. En los primeros cinco intentos que hice al llamarle por teléfono me mandó al buzón. Pensé que como era muy temprano, las seis de la mañana, por eso no había contestado. Esperé un par de horas más y lo volví a intentar.

Mi primo respondió esta vez, solo que con una mala noticia. Me dijo con voz fuerte y apresurada que anotara el teléfono y domicilio de mi tía Julia, porque la empresa donde él laboraba lo había mandado a Puebla, y que no disponía mucho tiempo para atenderme por teléfono.

Por fortuna, había cargado en mi mochila una libreta de apuntes. Apresurado saqué la pluma y la libreta y comencé a escribir lo que mi primo me estaba dictando. “¿Entonces no te voy a poder ver, primo?”. Le pregunté rápido.

La respuesta era obvia: “No; vete con mi tía”, me respondió Gonzalo. Luego de esas palabras se cortó la llamada.

Comencé a sentir un fuerte dolor de cabeza. Ni caso tenía decirle tantas cosas horribles a mi primo, en lugar de ello preferí tranquilizarme. Tenía dos opciones en ese momento: esperar en la central de autobuses hasta que llegaran las once o doce de la noche y regresarme; o, buscar a una tía que no conocía. Mi padre nunca nos había hablado de nadie de sus hermanas, solamente lo había hecho de su hermano, el padre de mi primo Gonzalo.

Mi padre era el mayor de sus hermanos, eso sí lo sabíamos en la familia, fuera de ahí, desconocíamos cuántos hermanos y hermanas eran en total.

La información que había anotado en la libreta de apuntes no me decía nada, porque no conocía nada de la CDMX, no tenía amigos, parientes…a nadie, eso fue lo que llegué a creer.

Cuando me tranquilicé, miré mi reloj de pulso y ya era casi la una de la tarde. Hablé por teléfono a la tía Julia. Al escuchar una voz de mujer, pregunté: “Buenas tardes. Soy Ricardo, hijo del señor Antonio Torres. ¿Se encuentra la señora Julia?”. Por fortuna esa persona me respondió: “¡Yo soy tu tía Julia, sobrino! Ya me había dicho tu primo Gonzalo que te ibas a comunicar conmigo”.

Sentí que la sangre volvía a mis venas. La tía no había terminado de hablar: “Pero sobrino, ¿cómo le vas a hacer para llegar hasta acá? Tus primos no se encuentran de momento en la casa y yo no puedo salir a recibirte”.

No sé de dónde saqué tanta seguridad en mí mismo, que le respondí a mi tía: “Dígame cómo le hago para llegar hasta su casa; deme referencias, qué hay por el lugar; qué microbuses pasan por ahí. Por favor, deme santo y seña”.

La tía prestó mucha atención a lo que le solicité. En menos de una hora estaba tocando la puerta de su casa. Me recibió con una calurosa bienvenida: “¡Sobrino!”, se sorprendió al verme. “No sé cómo le hiciste, pero ya estás aquí, eso es lo que importa”.

La visita con la tía duró una semana. Ella tenía muchas ganas de conocerme, me platicó tantas historias de mi padre que, por supuesto, yo no conocía. Por medio de ella llegué a saber cómo fueron mis abuelos paternos. Mi tía Julia tenía una hija igualita a mi hermana Gabriela; eran tan parecidas que, si mi hermana Gaby la hubiera conocido en vida, se hubiera llevado una gran sorpresa.

Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista

Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.

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