Por: Clara García07/09/2012 | Actualizada a las 09:06h
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Estaba
segura de su “no” rotundo cuando le propuse ir de vacaciones, la idea era
recorrer algunas ciudades del centro del país para visitar a familiares y
aprovechar el viaje para pasearnos. Pero cuál fue mi sorpresa que cuando le
dije el itinerario, después de un largo silencio me contestó “y cuando sería
eso”.
Hace algunos años mi marido había comprado una camioneta, que aunque usada,
resultaba cómoda para viajes largos, me dijo entonces “aunque no lo creas la
compré para cuando salgamos con tu mamá”. Pero ella siempre resistiéndose a
salir, pocas veces se aventuró con nosotros.
Siempre fue así, dedicada a su casa y a sus hijos, casi nunca salía de viaje,
caso contrario fue el de mi padre que cada semana se inventaba uno; le pregunté
un día por qué siempre salía, entonces me contestó, “es que lo necesito”.
Pero esa necesidad nunca la tuvo mi madre, siempre dedicada a su casa, a sus
hijos y cuando estos migraron, el tiempo lo ocupó en atender a mi padre, a sus
plantas y pájaros.
Ahora era más difícil convencerla, ya sin nadie a quien atender, su pretexto
para no salir de viaje era que estaba en silla de ruedas y que solo metía en
trabajos a sus acompañantes que no disfrutaban por andarla atendiendo, además,
ella extrañaba su cama y sus cosas.
Con esa negativa se perdió bodas, cumpleaños y otros festejos que sus hijos
organizaron fuera de la ciudad. Por eso el día que le propuse ir de vacaciones
me sorprendió su respuesta “y cuando sería eso”.
Mi marido, con la generosidad que lo caracteriza, puso de inmediato en marcha
la camioneta, la respuesta de mi madre había generado tal entusiasmo que
algunos de mis hermanos se sumaron a la iniciativa.
Ya en el viaje le propusimos ir al cerro del Cubilete, “en Torreón hay uno
igual y ya lo conozco” fue su primera respuesta, sin embargo no se negó a la
visita. Cruzamos los caminos de Guanajuato, como dice la canción de José
Alfredo Jiménez; en el trayecto les conté la anécdota de que mi maestra de
tercer grado de primaria –la madre Esther, una monja mariana- “un día nos dijo
que ella había nacido en donde la vida no vale nada, como nadie de mis
compañeros sabía donde era eso, yo levanté la mano porque había oído la canción
y cuando ella me preguntó, le dije que me esperara tantito porque la estaba
tarareando y aún no llegaba a esa parte”.
Entre risas y bromas llegamos al escarpado camino para subir al cerro, el
Cristo no se veía por ninguna parte, una gran nube tapaba exactamente su figura.
Recordé que años atrás había pasado hacia Guanajuato por esa misma carretera y
el Cristo se veía perfectamente, pero ahora simplemente suponíamos que estaba
donde la nube.
Poco a poco fuimos avanzando por el camino de peligrosas curvas, poco a poco
también mi mamá empezó a ponerse nerviosa por el paisaje que se veía
espectacular desde la cima cada vez más alta y los precipicios cada vez más
profundos.
Una y otra vuelta, interminables curvas acompañaban la vibración constante que
el camino empedrado provocaba. El nerviosismo de mi mamá nos empezó a contagiar
a todos, estábamos preocupados de que ella estuviera alterada; yo pensaba en su
presión alta, mi marido trataba de distraerla diciéndole que el paisaje estaba
muy bonito, una de mis hermanas intentaba cantarle una canción al tiempo que la
abrazaba. Ya muy cerca, la nube despejó el cielo y pudimos ver la espalda del
monumento, cuando intentamos convencerla de que estábamos por llegar la cosa se
puso peor, nos dijo “¿todavía vamos a ir hasta allá?, ya no quiero subir”.
Cuando al fin llegamos, amablemente nos dispusieron un estacionamiento muy
cerca de la capilla para que bajáramos la silla del ruedas, entonces me
apresuré a susurrarle al oído, “está empezando la misa apúrate para llegar a
tiempo”, trataba de evitar la regañada que me esperaba por haberla llevado
hasta allá. En silencio la metimos hasta las primeras filas.
Al terminar la ceremonia recorrimos todo el monumento, un lugar extraordinario
destinado a la penitencia, a la oración y peregrinación verdadera. No había
sido fácil llegar, pero la recompensa fue mayúscula, la paz y tranquilidad que
se respiraba fueron, sin duda, las más grandes que en años habíamos
experimentado; nos tomamos fotos, ella compró algunos recuerdos.Ya de regreso, cuando empezamos a bajar el
camino todos íbamos callados, contagiados tal vez de la tranquilidad que se
respiraba en el santuario.
Vi a mi mamá disfrutando el paisaje, le pregunté como se sentía, me contestó “nunca
me imaginé, que a mi edad Dios me tuviera preparado un regalo tan grande como
este y me concediera venir a visitarlo hasta acá, estoy muy contenta”.
El regreso se hizo muy corto y terso, de ahí nos fuimos al Parque Bicentenario
que estaba a pocos kilómetros donde cominos mis hermanos, mis sobrinos, mi
marido, todos presididos por una anciana que cruzando su octava décadahace la chamba más difícil en la familia, simplemente
hacernos felices.
E-mail: claragsaenz@gmail.com
Clara García Sáenz
Historiadora y Promotora Cultural; catedrática de la Universidad Autónoma de Tamaulipas.
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