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¿Delirium Tremens?

Por: Ricardo Hernández El Día Sabado 02 de Septiembre del 2017 a las 16:26

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Cuando el alcohol rebasa tu mente. El alcohol se había apoderado de mi vida, incluso, hasta de mi cuerpo, a tal grado de que mis hermanas, mi madre y la gente cercana pensaban que poco me faltaba para irme al pozo, sobre todo porque la gota que derramó el vaso aconteció cierta mañana cuando llegué temprano a casa, no recuerdo el día, sólo que era entre semana, pudo haber sido jueves o viernes.

Me senté a descansar en el sofá luego de haber pasado la noche velando en la empresa; un fuerte dolor de cabeza me aniquiló por completo. La adicción al alcohol era insoportable, provocaba que me sudaran las manos y la frente tras un agudo dolor en la nuca y de ahí al resto de mi cuerpo. Escuchar el tic tac del reloj por cada segundo era la mejor forma de luchar contra la desesperación.

La vida sin alcohol no tenía sentido, los mejores años de mi juventud se los había regalado al placer, a la diversión; me sentía soñado fumando y bebiendo pues era una imagen romántica que la relacionaba con escritores como Hemingway, Juan Rulfo, Camus, entre otros.

La vida de un escritor  la tenía tan marcada en mi mente como si el beber o el fumar fuera necesariamente una condición para inspirarse a escribir, cosa que luego descarté cuando escuché a mi escritor favorito Mario Vargas Llosa.  En una de sus conferencias que vi a través de you tube mencionaba que eso era una tontería, que aunque en sus años de juventud bebió cerveza ya de más grande, cuando era una persona importante habló de escribir bien sin tomar o ingerir alguna sustancia tóxica.  Esa información dado que venía de mi escritor preferido, la consideré en mi archivo mental posteriormente.

Tomar y fumar eso era tener sentido en mis años de juventud, ese era para mí el único motivo de haber venido a la Tierra. Fuera de eso no había dioses, el futuro no existía ni remotamente; el hoy era la juventud, la fuerza, la pasión. Con la cabeza echada hacia tras, apoyada sobre el perfil del sofá, con los ojos cerrados recordé algunas noches de diversión en los Night Clubs donde bellas y jóvenes mujeres posaban desnudas sobre una mesa gigante, larga.

Una de esas noches cuando recién entré al Night Club un mesero se acercó a mí, me gritó al oído explicándome que por cierta cantidad de dinero colocaba una silla cerca de la mesa para que yo pudiera ver a las mujeres muy de cerca. Le di la cantidad que me pidió. Mis ojos buscaban detalles en los cuerpos de las mujeres, al mismo tiempo la vista se extraviaba entre el juego de la oscuridad con las luces. Una de las chicas se parecía a la cantante Thalía, tanto de rostro como de cuerpo.

El mesero que me atendió al principio debió verme absorto disfrutando del show. Se acercó a mí con la intención de ofrecerme a una mujer para un privado. Volvió a gritarme al oído “¡Jefe!, ¿le gustó alguna de ellas?” –Sí -respondí- ¡esa!..

Escuché que alguien tocó fuerte la puerta de la casa; apresurado me incorporé del sofá para dirigirme a la puerta de la cocina que daba a la calle. En medio de la cocina había una mesa de madera rectangular con cuatro sillas, a un costado estaba un refrigerador. Creo que eso era todo. Volví a escuchar que alguien tocó la puerta.

Abrí y lo primero que vieron mis ojos fueron dos hombres extraños, vestían túnicas negras de gorro; uno de ellos era de tez blanca que al momento de descubrir su cabeza miré que no tenía cabello y su rostro se veía tan limpio, incluso, brillaba como si apenas se hubiera terminado de rasurar.

El otro hombre imitó al primero, pero éste era de cabellera larga y ondulada, tenía una espesa barba negra. Fueron segundos los que pasaron mientras observaba a los hombres. “¿Podemos pasar?”, preguntó el primero.  Por la mirada de ambos, algo me decía que eran hombres de paz. “Por favor, pasen, pero díganme antes ¿en qué les puedo ayudar?” –Los interrumpí. “Tenemos hambre y sed”, respondieron casi al mismo instante, como si se hubieran puesto de acuerdo.

Mi madre había estado muy cerca de mí, seguía mis pasos sin interrumpirme, sin decir palabras. “Señores, por favor pasen, si gustan sentarse, mientras les sirvo un vaso de agua”. Sobre la mesa había en un plato la mitad de un pollo asado que mi madre había comprado para comer. Le puse una parte del pollo a cada uno. Los hombres parecían hambrientos, de vez en cuando levantaban la vista para verme a los ojos.

Yo estaba frente a ellos. A parte de verlos comer, observaba los detalles de sus rostros que me impresionaron desde el primer instante. Cuando terminaron, el primero de ellos dijo: “Nos vamos”.

Por el tono y volumen de sus voces, supe que eran extranjeros, que tal vez pertenecían a un monasterio o algo por el estilo.

“¡Señores! -exclamé- ¿desean comer un poco más de pollo?, por favor, permítanme que compre un poco más para invitarles”. “Gracias; nos vamos” –nuevamente hablaron al mismo tiempo. Me apresuré a abrir la puerta “Por favor, pasen”, los despedí.

Al volverme, mi madre estaba detrás de mí, su rostro expresaba angustia, me abrazó tras exhortarme “Hijo, ve acostarte un rato, más tarde hablamos”. “Jefa -le dije- me hubiera gustado ofrecerles más comida a esos señores”.

Cuando me desperté mi madre estaba sentada sobre el filo de la cama, me explicó que durante un buen rato había estado hablando solo, que el alcohol ya me estaba afectando demasiado.

Mi madre consideró que eso fue una alucinación a causa del alcohol. Después de casi quince años aún sigo pensando que fue algo real. Dejé de beber alcohol hace ya tiempo; la visita de aquellos misteriosos hombres ¿sería una revelación secreta? ¿Llegarían a mi casa por un mensaje? ¿O simplemente se debió a un delirium tremens? ¡Hasta pronto!  

Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista

Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.

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