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El nombre prohibido

Por: Ricardo Hernández El Día Martes 09 de Septiembre del 2025 a las 08:53

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El amanecer se filtró en la sala como una luz enferma. No era claridad, era un resplandor gris que no traía consuelo. La madre, con el niño en brazos, parecía más un cadáver en vela que una mujer. El joven apenas sostenía el cuerpo contra la pared.

El padre Carlos abrió los ojos con dificultad. No había dormido, ninguno lo habíamos hecho, pero su gesto mostraba más cansancio que nunca. Con el bastón se incorporó, lento, como si el día lo hubiera envejecido otros diez años más.

En la mesa, la estola púrpura seguía extendida, olvidada pero cargada de peso. El papel donde había escrito Crastino descansaba bajo el escapulario. “Mañana”, había dicho. Y el mañana ya estaba aquí.

El reloj, que había muerto durante la vigilia, no volvió a andar. El tiempo no avanzaba, solo se espesaba como humo. Cada minuto parecía repetirse, como si el día entero fuera un eco de sí mismo.

El niño abrió los ojos de golpe. No lloró ni se movió: solo miró al techo con la fijeza de un animal acechado. Sus labios se contrajeron en un gesto extraño, como si ensayara una palabra.

El padre me miró y señaló la Biblia. Comprendí la orden. Abrí al azar y encontré el pasaje de Lucas donde Cristo expulsa a los demonios. Leí en voz alta: “¿Cuál es tu nombre?”

La madre lanzó un sollozo, aterrada por la coincidencia. El joven apretó el crucifijo contra el pecho, como si esa pregunta hubiera sido dirigida a la sala entera y no al niño.

El silencio se volvió tan denso que me costaba respirar. El aire sabía a hierro, como si respiráramos clavos. El niño abrió la boca, y lo que salió no fue su voz, sino un murmullo de siglos.

Nomen meum… —dijo, arrastrando las sílabas como un canto ahogado. Las paredes repitieron el eco, multiplicando el latido de aquella frase inconclusa.

El padre Carlos se inclinó hacia adelante. Con un hilo de voz que parecía arrancado de sus entrañas, susurró: —Habla, en el nombre de Cristo. Habla y di quién eres.

El niño convulsionó. La madre intentó sujetarlo, pero el joven tuvo que intervenir para que no cayera al suelo. La manta se deslizó y la piel del pequeño estaba cubierta de sudor helado.

Yo avancé con el crucifijo en la mano. Sentí que ardía, no por el fuego, sino por la tensión de lo que se acercaba. Recité con fuerza: —Praecipio tibi: dic nomen tuum! Te lo ordeno: ¡di tu nombre!

El eco rugió, devolviendo la frase en mil voces, como si todos los muros hubieran aprendido latín. La sala vibraba, cada clavo rechinaba como un diente forzado.

El niño arqueó la espalda hasta un ángulo imposible. De su garganta surgieron fragmentos inconexos, sílabas arrancadas, como si decenas de nombres lucharan por salir al mismo tiempo.

Na…ra…ch…os… —balbuceó, y cada fragmento quedó colgado en el aire como un cuchillo suspendido. La madre gritó que lo calláramos, el joven lloraba de rabia.

El padre golpeó el suelo con el bastón. —¡Completa tu condena! —susurró, y aunque su voz era débil, su autoridad retumbó como un trueno.

De pronto, el niño exhaló un alarido que no era humano. Era una multitud gritando dentro de una garganta infantil. Las velas se apagaron de golpe, y solo la luz gris del amanecer sostuvo la escena.

Nazaroth. —La palabra brotó clara, nítida, como un rayo. Las ventanas vibraron, la madera crujió y sentí que la sílaba final me cortaba por dentro como una espada.

La madre se desplomó, tapándose los oídos, como si ese nombre le desgarrara el alma. El joven cayó de rodillas, balbuceando oraciones sin orden ni memoria.

Yo repetí el nombre con voz temblorosa, porque sabía que al pronunciarlo lo sujetaba. —Nazaroth. —El crucifijo ardió aún más, como si confirmara que no era mentira.

El padre Carlos se llevó la mano al pecho, pero no retrocedió. Con voz desgarrada, clamó: —En el nombre de Cristo, Nazaroth, te ordeno que reveles tu fin.

El eco respondió con carcajadas. “Nazaroth… Nazaroth…” La casa parecía disfrutar la repetición, como si masticara la palabra recién nacida.

El niño se retorció, pero sus ojos miraban ahora a cada uno de nosotros, como si aquel nombre nos uniera en un mismo destino. Sentí que me atravesaba como un hierro al rojo.

La madre besó la frente del pequeño, aun temblando. —No te lo quedes —susurró entre lágrimas—. No es tuyo. —Fue su acto de fe, simple pero más fuerte que cualquier oración.

El joven golpeaba el suelo con los puños, enloquecido, exigiendo que terminara. —¡Dilo otra vez! —gritaba—. ¡Dilo otra vez para que podamos vencerlo!

El padre lo detuvo con la mirada. —No invoques más de lo necesario —logró susurrar, y su voz parecía hecha de vidrio a punto de quebrarse.

Yo cerré los ojos y repetí: —Nazaroth. —La palabra se incrustó en mi boca como un hierro amargo, pero también como un arma. Por primera vez, el eco retrocedió.

Las vigas dejaron de crujir. El reloj, muerto, soltó un tic aislado. Y en ese tic comprendí que el demonio había cedido una parte de sí mismo.

El niño cayó rendido, inconsciente. Su respiración era débil pero humana. La madre lo besó con lágrimas nuevas, como si lo recibiera de vuelta por un instante.

El padre Carlos se dejó caer en su silla, jadeando. Me miró con ojos brillantes y dijo con voz débil pero clara: —El nombre ya es nuestro.

El eco no rió ni repitió. Guardó silencio, como si la casa misma contuviera la respiración. La calma era falsa, un preludio.

Sabíamos que la batalla estaba lejos de terminar. Nombrar al enemigo no lo destruye: solo abre la puerta de un combate más profundo.

El padre cerró los ojos y sostuvo el crucifijo contra su frente. Yo seguí murmurando el nombre en silencio, sintiendo que se me grababa en el corazón.

El amanecer entró por completo. El sol estaba pálido, casi blanco, como si hubiera perdido color al atravesar la espesura. Pero en su luz débil, vimos con claridad que el horror tenía rostro y nombre.

Y comprendí, con un frío que me atravesó los huesos, que pronunciarlo no era triunfo: era el inicio de la guerra.

 

Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista

Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.

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