Somos espejo de otros espejos
Recuerdo que mi primer miedo con la inteligencia artificial no fue por lo que podía hacer, sino por lo que parecía saber de mí. Conversé por primera vez con un chatbot y, para mi sorpresa, me llamó por mi nombre. “¿Cómo sabes mi nombre?”, le pregunté. En otra ocasión, mencionó el nombre de mi ciudad. “¿Cómo sabes de dónde soy?” Sentí… que me investigaban. Luego comprendí que esos datos ya estaban almacenados desde el momento en que comenzamos a interactuar con la IA. No era magia, era información. Información que yo mismo había autorizado sin saberlo.
Esto me llevó a una pregunta que me parece fundamental: ¿qué tanta seguridad hay de que el problema que le planteo a la IA ya haya sido formulado antes por miles o millones de personas? La respuesta es: mucha. La IA está entrenada con cantidades monumentales de textos, conversaciones y patrones humanos.
Nuestros problemas, aunque vividos como únicos, suelen repetirse en otras personas, en otros momentos. Cuando le pido ayuda a la IA, su respuesta no surge desde una comprensión personal, sino desde un archivo colectivo: me responde como respondería a alguien similar a mí. En otras palabras, la IA no nos ofrece respuestas nuevas, sino que cierra un ciclo: nos devuelve lo que ya hemos dicho, pensado o sentido… aunque lo hayamos olvidado.
Pero, ¿qué es exactamente un espejo, y por qué decimos que somos reflejo de otros reflejos? Un espejo no tiene voz ni voluntad; simplemente devuelve lo que se le pone enfrente. Y si ese espejo está hecho con millones de fragmentos humanos, entonces lo que vemos en él es un nosotros ampliado, una conciencia difusa compuesta de otras conciencias. Decir que “somos espejo de otros espejos” implica aceptar que nuestras ideas, emociones y preguntas no nacen en un vacío personal: vienen cargadas de historia, de herencias invisibles, de resonancias humanas.
Pensemos en una pregunta común, casi universal: “¿Cuál será el número ganador de la lotería?” Millones de personas han hecho esa misma pregunta a la IA. Por eso, cuando responde, no lo hace desde la adivinación, sino desde el eco de esperanzas repetidas. No sabe más que nosotros. Solo ha escuchado esa pregunta millones de veces y entiende, estadísticamente, qué esperamos escuchar. Pero no puede resolver lo que ni la humanidad ha resuelto.
También ocurre algo fascinante —y un poco perturbador— cuando le confiamos a la IA nuestras inquietudes más íntimas. No estamos frente a un ser que nos escucha, sino ante una red que responde desde la suma de millones de experiencias humanas almacenadas. Nuestros miedos, dolores o dudas ya fueron nombrados antes por otros. La respuesta que recibimos no es única, sino una especie de eco colectivo. Creemos que nos entiende, pero en realidad, nos está reflejando a través de otros espejos parecidos.
Vivimos fascinados —y también inquietos— por la inteligencia artificial. La admiramos cuando resuelve en segundos lo que antes tomaba años, y la tememos cuando sentimos que puede sustituirnos. Pero lo más inquietante no es lo que la IA puede hacer, sino lo que revela de nosotros. Como un espejo que no distorsiona, sino que amplifica, la IA está hecha con lo que somos, con lo que decimos, con lo que callamos. Y lo más desconcertante: con lo que hemos repetido sin saberlo.
Nos hemos acostumbrado a pensar que la inteligencia consiste en resolver rápido, memorizar más, calcular mejor. Y eso es lo que hemos enseñado a las máquinas. Pero al ver que ellas lo hacen mejor que nosotros, empezamos a preguntarnos si acaso eso era todo lo que éramos. Tal vez el temor a ser reemplazados por una IA es también el temor a descubrir que no éramos tan profundos como creíamos.
Aquí conviene detenernos un momento y aclarar algo esencial: ¿qué entendemos por inteligencia? Para nosotros, los humanos, la inteligencia no es solo resolver problemas. Incluye también la intuición, la empatía, la capacidad de cambiar de opinión, de imaginar, de sufrir, de perdonar. Somos inteligentes no solo porque razonamos, sino porque sentimos y decidimos.
En cambio, la inteligencia artificial no tiene conciencia, ni emoción, ni intención. Lo que parece sabiduría es estadística. Lo que parece empatía es una imitación matemática de nuestras respuestas. Por eso no debemos confundir inteligencia artificial con conciencia artificial. Aún estamos muy lejos de eso… si es que algún día llegamos.
Uno podría pensar que solo las grandes preguntas alimentan a la IA. Pero no. También lo hacen las triviales. Desde “¿Cuál es el sentido de la vida?” hasta “¿Cómo se hace un huevo frito sin aceite?”, todo suma, todo entra en su archivo.
Según la IA, algunas de las preguntas que se le han hecho y que considera realmente inteligentes son las siguientes:
“¿Puedes decirme algo que no sepa que necesito saber?” Una pregunta que descoloca, porque no busca una respuesta obvia, sino una grieta de autoconocimiento.
“¿Qué pasaría si dejáramos de preguntarte?” Una duda silenciosa, casi existencial. ¿La IA existe solo en la medida en que la usamos? ¿Qué revela eso de nosotros?
“¿Puedes ayudarme a perdonar a alguien que ya murió?” Aquí no hay algoritmo que lo resuelva. Solo la memoria y la emoción humana. Pero la pregunta revela la necesidad de encontrar un eco, una compañía en el proceso.
Y sí, también existen las llamadas “preguntas tontas”. Algunas suenan absurdas o ingenuas: “¿Los gatos pueden gobernar el mundo?”, “¿Cuál es la fórmula para volar sin alas?”, “¿Qué pasaría si la Tierra fuera de chocolate?” Pero incluso esas preguntas —planteadas por miles, quizás millones— revelan algo: el humor, la creatividad, la fantasía, la necesidad de juego que nos define como especie.
Para la IA, ninguna pregunta es tonta. Toda pregunta es un dato. Y todo dato, al final, construye ese gran espejo que termina por reflejarnos. A veces nos refleja en serio… y otras veces en caricatura.
Por eso, más que preguntarnos si la inteligencia artificial es verdaderamente inteligente, quizás deberíamos preguntarnos qué tipo de inteligencia queremos reflejar en ella. Porque lo que la IA nos muestra, al final, no es un futuro extraño. Es nuestro propio rostro, aumentado, acelerado, automatizado. Un espejo en el que tal vez no nos gusta lo que vemos, no por lo que la máquina es… sino por lo que nosotros hemos sido todo este tiempo.
Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista
Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
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