Sección: Editoriales / Juego de ojos
Amo y esclavo de la palabra
Por: Miguel Ángel Sánchez de Armas
22/05/2011 | Actualizada a las 19:40h
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Durante
los últimos veinte años de su vida Winston Churchill fue aclamado como el más
grande inglés de su tiempo y a su muerte, el 24 de enero de 1965 a los 91 años de edad,
millones de seres humanos le guardaron luto en todos los rincones de la tierra.
Con su nombre se han bautizado desde buques de guerra hasta cigarrillos; los
libros sobre su vida y obra podrían llenar una biblioteca; la televisión y el
cine lo estelarizaron; los cuadros que pintó se venden a precios exorbitantes
en las galerías más afamadas y sus frases y dichos han sido inmortalizadas en
letras de bronce en recintos cívicos en todas las latitudes.
Winston
Churchill es sin duda una de las figuras más importantes del siglo XX. Su vida
política se extendió de 1911
a 1955, cuarenta y cuatro agitados años durante los
cuales el mundo se vio envuelto en dos guerras mundiales y las relaciones
geopolíticas dieron un giro de 180 grados. Dos veces Ministro de la Marina (Primer Lord del
Almirantazgo), Ministro para Pertrechos de Guerra, Ministro del Interior,
Ministro de Hacienda, dos veces Primer Ministro y miembro de la Cámara de los Comunes tanto
por el Partido Liberal como por el Conservador.
Fue
también soldado y periodista. En marzo de 1916 en el frente occidental una
granada alemana estuvo a punto de alcanzarlo. “Diez metros más a la izquierda
–escribió a Clementine, su esposa- y hubiera sido el fin de una vida de
altibajos, el obsequio final e inapreciado para un país malagradecido”.
Orador
compulsivo y escritor enorme y prolífico, dejó, en la azorada reflexión de
David Cannadine, “Una incomparable e intimidante montaña de palabras”. Según
las cuentas de este editor, entre 1900 y 1955, Churchill pronunció en promedio
un discurso a la semana: ocho volúmenes con más de cuatro millones de palabras.
En
1953 Churchill recibió el Premio Nóbel, mas no por su extraordinaria carrera
como estadista, sino por su obra literaria (que por cierto hoy comienza a
cuestionarse). He aquí a un hombre notable en todos los sentidos, incluyendo
los excesos y las pasiones, cuya infancia y juventud, sin embargo, no fueron
preludio de nada sobresaliente. Al contrario, fue un niño enfermizo y torpe,
nada brillante y rechazado por sus compañeros de escuela. Era bajo de estatura,
más bien jorobado, de andar torpe, piel delicada, mentón débil y cintura
generosa. Y como si todo eso no fuera desgracia suficiente, tartamudo.
Winston
Leonard Spencer Churchill nació en 1874 en el palacio Blenheim de Oxfordshire,
al oeste de Londres, hijo del político conservador Lord Randolph Churchill y de
la norteamericana Jennie Jerome. Fue descendiente directo de John Churchill,
primer duque de Marlborough (1650-1722) y tuvo una infancia solitaria criado
por su nana, la señora Everest. Recibió instrucción en la escuela Harrow, en
donde fue una medianía. Lo admitieron en el colegio militar de Sandhurst
después de presentar tres veces el examen de admisión y causó alta en el Cuarto
Cuerpo de Húsares en 1895, el año en que su padre murió.
El
lector recordará de anteriores entregas una frase que me gusta repetir a riesgo
de caer en el odiado lugar común: una permanente autoconstrucción interna. Es
decir, esa capacidad que todos llevamos pero que pocos ejercen, que impulsa sin
cesar el crecimiento emocional e intelectual. Algo así como el aprendizaje y la
educación permanentes. Creo que Winston Churchill es el ejemplo más acabado de
ello. Para ser estadista tuvo que ser orador. Para ser orador no podía ser
tartamudo... ergo, superó ese impedimento a pura fuerza de voluntad.
En
la constelación de nombres y hazañas que pueblan la historia de la Pérfida Albión, Winston
Churchill es sin duda uno de los que más evocan la imagen del sacrificio
generoso, la valentía ante la adversidad y el amor férreo a la patria, virtudes
acentuadas por una elocuencia magnífica fijada en una prosa dura y limpia como
metal bruñido.
Por
eso resulta un tanto asombroso e incómodo, al recordar las virtudes de este
hombre, contrastarlas con el juicio que mereció de sus compatriotas durante una
buena parte de su carrera: Inflado, huero, superficial, ofensivo, insensible,
administrador mediocre, inestable... parece que los adjetivos críticos fueron
tan abundantes en su vida como los elogiosos son hoy a su memoria.
David
Cannadine juzga que “parte del problema fue que lo mismo exuberante de su
retórica y la desconcertante facilidad con que la aplicaba a causas diversas e
incluso contradictorias, sirvió para reforzar la sensación difundida desde muy
temprano en su carrera y hasta bien entrada la década de los cuarenta, de que
era un hombre de temperamento inestable y juicio deficiente, sin pizca del
sentido de las proporciones [...] Además, la prosa bruñida de Churchill
frecuentemente asestaba graves ofensas y reforzaba otra crítica extendida: que
era por completo insensible a los sentimientos de los demás [...] Como una vez
dijo Attlee, ‘el señor Churchill es un gran amo de las palabras, pero es algo
terrible cuando el amo de las palabras se convierte en un esclavo de ellas,
porque nada hay tras esas palabras, sólo son frases ofensivas’ [Su oratoria]
con frecuencia sonaba falsa, vana, pomposa e inflada [...] Después de
escucharlo, una mujer opinó que era ‘un ridículo hombrecillo, detestable cual
actor cómico’, con sus brazos cruzados, ‘su mechón alborotado y su vocecilla de
teatro popular’.
Conocí
a mujeres y hombres que aún recordaban con emoción las arengas de Churchill
transmitidas por la bbc,
y su tono de voz más bien apagado que contrastaba con las ideas certeras y las
metáforas deslumbrantes de sus discursos. ¿Cómo construir la capacidad de decir
tantas cosas en tan pocas palabras? Sólo los verdaderos estadistas tienen ese
don. El 18 de junio de 1940, en una de las horas negras de la nación, en
vísperas de la “Batalla de Inglaterra”, con el sombrío sentimiento de que el
pueblo inglés llevaba a sus espaldas todo el peso de la agresión nazi, Churchill
se dirigió a la Cámara
de los Comunes en una alocución memorable:
“Seamos
fuertes en nuestro deber, y con tanta fortaleza, que si el Imperio Británico y
el Commonwealth existieran dentro de mil años, la humanidad seguiría diciendo:
Este fue su gran momento.”
Dos
meses después, el 20 de agosto, ya con las bombas alemanas cayendo día y noche
sobre el país, de nuevo subió a la tribuna para expresar magistralmente el
sentimiento de la nación hacia el puñado de bizarros pilotos de combate que
defendían los cielos de la
Patria:
“Nunca
antes en el campo del conflicto humano, tantos debieron tanto a tan pocos.”
El
Diccionario Oxford de Citas Célebres consigna 54 referencias a Churchill, lo
que lo coloca en el nivel de los clásicos de la antigüedad. Y la lectura así
sea a vuelapluma de sus discursos es un viaje de asombros por su capacidad para
construir imágenes siempre sugerentes, con frecuencia deslumbrantes y en
ocasiones hilarantes. Algunas tomadas al azar: “Los imperios del futuro serán
los imperios del espíritu” (6 de septiembre de 1943); “Desde Stettin en el Báltico hasta Trieste en
el Adriático, una cortina de hierro ha descendido a lo largo del continente” (5
de marzo de 1942); “Si Hitler invadiera el infierno, hablaría a favor del
diablo en la Cámara
de los Comunes” (11 de noviembre de 1940).
Su
sentido del humor también fue legendario. Según recordó su hijo en una entrevista
con la bbc en
1992, durante una estancia como huésped en la Casa Blanca, salió de
la regadera -se imaginará usted en qué atuendo- y se topó con Roosevelt. Sin
inmutarse, Churchill expresó: “¡El Primer Ministro no tiene nada que esconder
al Presidente de los Estados Unidos!”
Otra
anécdota que se popularizó con otros personajes y otros ingredientes, se debe a
la memoria de Consuelo Vanderbilt. En una reunión, Churchill se topó con Nancy
Astor, con quien tenía un mutuo desagrado. Con fingida sonrisa y agudo
sonsonete, la mujer le dijo: “Milord, si yo fuera su esposa… le pondría veneno
en su café…” A lo que respondió el estadista: “Señora, si yo fuese su marido...
¡lo bebería!”
Nonagenario,
enfermo y agotado el cuerpo, ya cerca de la muerte, Winston Churchill se
presentó en la ceremonia de graduación de Sandhurst, su alma mater, para
dirigirse a la nueva generación de cadetes. Durante la ceremonia estuvo
dormitando. Cuando llegó el momento de su discurso, ese hombre que fuera “amo y
esclavo de la palabra” y uno de los ingleses más conocidos de todos los
tiempos, hubo de ser auxiliado hasta el podio desde donde, encorvado pero con
el mismo fuego de siempre en la mirada, pronunció su último y, me parece, el
más extraordinario de sus discursos.
“¡Jóvenes!”,
dijo: “¡Nunca se rindan!”
“¡Nunca!”
“¡Nunca!” “¡Nunca!”
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