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La nostalgia del paisaje

Por: Clara García El Día Jueves 23 de Junio del 2016 a las 18:42

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Desde lejos se escucha su rugir; en la medida en que uno avanza en medio de una maleza que poco deja ver el camino sinuoso, el ruido aumenta, se llega así a un espacio abierto donde cae con violencia la cascada del Salto de agua, inmortalizada en las películas del “Mil amores” con Pedro Infante y en la de “Mina, vientos de libertad”, este lugar es emblemático para todos los lugareños de esa región potosina.

Su espectacular caída solo puede disfrutarse pocas semanas al año, entre los meses de mayor lluvia que son de junio a agosto. Desde hace algunas décadas construyeron la hidroeléctrica Camilo Arriaga para utilizar su fuerza, lo que alteró el paisaje y la caída que se podía disfrutar casi todo el año, ahora solo es posible con una poca suerte en esos meses. Sin embargo, cuando la cascada está en todo su esplendor es como una postal perenne en la memoria de quienes desde chicos la hemos conocido, su fuerza, su ruido y su brisa, esa brisa que empapa y emociona.

“Este fue el primer lugar que papá nos trajo a conocer cuando llegamos de Torreón” dijo mi hermana casi a gritos en el momento en que parados en el balcón más cercano a la cascada la observábamos enmudecidos por el rugir de sus aguas. Habíamos colocado la camioneta en un espacio desde donde mi madre pudiera verla por la ventanilla; con sus 90 años a cuestas y su imposibilidad de caminar, la observó calladamente. Ya de regreso, le pregunté si le había gusto volver a verla: “cuantas maravillas hace Dios, a tu papá le gustaba mucho venir aquí y a mí me daba un miedo porque siempre quería retratarlos a ustedes ahí cerquita y yo pensaba que podían resbalarse”.

Mi familia había llegado en los años 60 del desierto coahuilense buscando una mejor vida, mi padre que había quemado sus naves en aquel norte, vino a probar suerte y ante la poca competencia que tenía en su oficio de fotógrafo se estableció en el pueblo vecino de Ciudad del Maíz pero atraído por el exuberante paisaje de El Naranjo, donde se encuentra la cascada de El Salto, sentó sus reales para pasar su vejez, “en un lugar –decía- donde cualquier rama que se caiga de un árbol reverdece y da fruto”.

Antes de visitar la cascada, fuimos a recorrer “La Germinal”, nombre con el que se le conoce al panteón municipal, por estar ubicado en el ejido con ese nombre, metafórico sin duda; a lo lejos se escuchaba la canción de “Viejo mi querido viejo” era Día del Padre; entonces recordé el amor que el mío tenía por esta tierra. Fuimos al lugar donde estuvo la casa familiar, una casa de madera que ya fue derrumbada y construida por él a sus 60 años con la ayuda de mis hermanos, fue el orgullo de su patrimonio en un terreno que compró con el ahorro de muchos años y donde mi madre hizo el trabajo de plantar árboles de fruta que hoy son los únicos que quedan en pie, con mangos, aguacates, liches y naranjas.

Para finalizar el viaje, comimos en Rio Paraíso, un restaurante al aire libre rodeado de árboles frutales y muy cerca del río; para llegar hasta él se recorre un camino tapizado de mangos que por la gran cantidad resulta imposible recogerlos todos. Llovió a cántaros mientras degustamos unas enchiladas huastecas, pensé en el paisaje, en la nostalgia que sentía por mi padre, en ese país de mi niñez (como diría Sabina) donde aprendimos a amar a la naturaleza, quererla y disfrutarla, donde mi padre nos enseñó a ser valientes, a ganarnos el pan y amar a la familia.

En el otro extremo de la mesa estaba mi madre sentada en su silla de ruedas, en ratos callada con la mirada al infinito con actitud del deber cumplido, en ratos reía y platicaba con mi hermana y mi sobrina, de pronto me hacía señas, enojada por que no aplaudía a los músicos que en el restaurante amenizaban el Día del Padre y tocaban “Viejo mi querido viejo”; veía a mi madre, los recuerdos se me agolpaban, pensé: sí, es el paisaje, el poder del paisaje.

E-mail: claragsaenz@gmail.com

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