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Sección: Editoriales / En la Remington

Efecto Mariposa

Por: Ricardo Hernández 25/11/2015 | Actualizada a las 11:30h
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Era una fresca mañana de otoño, hora matutina en que los oblicuos rayos del sol empiezan a dorar los césped de los floreados jardines; período excelso en que los pétalos de las rosas amanecen bañados de rocío, y el rosal no deja de entregársela día, por más que se le corten algunas rosas, cuya fragancia, se dispersa en partículas de aroma.

Metamorfosis entre los últimos instantes de otoño con el invierno donde la aparición de  Noches Buenas, acentuadas en su color purpúreo,  van adornando cada vez más las principales calles de la ciudad burocrática. El cielo va dejando de ser azul celeste para adquirir el matiz invernal.

Las noticias de la televisión se vuelven más interesantes, electrizantes; por ende, las cobijas se convierten en la piel del televidente con deseos, éste,  de no levantarse a trabajar.

El señor Bertrand llegó temprano a su despacho como es su costumbre. Hombre de temperamento recio, mirada  estoica; espíritu al que ni el otoño ni el invierno le hacen mella; y por el contrario, había despertado esa mañana más arrebatado como los geranios en primavera.

Había hecho todo un rito para sentarse a escribir en su computadora de escritorio, previamente de haber colocado su diminuto suéter negro de cuello redondo sobre el sofá; haberse presentado a su despacho arropado con una camisa blanca de manga corta, de pantalón color beige y mocasines negros.

Luego de andar como un ratón entre los cables del CPU, detrás del escritorio, después de encender la computara; una vez de haber dejado afuera cualquier indicio de su existencia (a excepción del aroma de su perfume Lapidus que había quedado atrás, entre las calles del barrio; a pesar de haber llegado en su automóvil, un deportivo color amarillo, al que por más explicaciones, tenía el mecanismo de control muy adaptado a los pies del hombrecillo).

De vez en cuando hacía yo mi aparición en el despacho, mejor dicho, en la sede del periódico DIGALO HOY. Lugar donde conocí por primera vez al señor Bertrand, incluyendo a Simón, el de la imprenta, así como a Margarita de la O,  jefe de diseño.

Aparte, había saludado a un señor de oficio caricaturista, con quien tan sólo crucé un par de palabras; pues el artista de dibujos creativos y cómicos, se entusiasmó más por mostrarme un catálogo de sus caricaturas, que lo que pudiera sacar con la conversación.

Entre esas caricaturas, me hizo reír una en especial. Se trataba de un pintor conocido en esta ciudad burocrática, era un hombre rechoncho, con un lunar en  la punta de la nariz,  tenía largos cabellos blancos, electrizados, con pronunciadas ojeras negras, negras como un zombi.

Era mi sexta visita con el señor Bertrand. No alcanzaba a comprender cómo mi presencia era incapaz de perturbar inexorablemente la concentración del Director General de noticias vespertinas; tan seguro estoy que si una mosca se le hubiera parado en la punta de la nariz, la misma mosca se habría rebelado contra sí misma dudando de su propia naturaleza ¿de su existencia?

Al señor Bertrand nada parecía alterarle su mundo. Redactaba en ese momento su columna EFECTO MARIPOSA. En un principio me pregunté con respecto a la primera palabra: EFECTO, ¿quién robó la idea a quién? Si Ricardo Urraca al director, o el director a Urraca, aunque los nombres eran finalmente del dominio público.

De Ricardo Urraca se podía esperar de todo: hasta un excelente reportaje sobre los ancianos que sueñan con el regreso de su hijo adoptivo, Fidencio. Tanto el director de noticias vespertinas como el periodista versátil y escurridizo, Ricardo Urraca, por lo visto se encontraban hechizados por la palabra EFECTO; de alguna forma intentaban proyectar algo ante los lectores, de igual manera, las dos frases conjugadas causaban, efectivamente, un efecto sonoro, acústico.

Por una parte, la palabra efecto mariposa me hacía recordar a una película, y efecto dominó, piezas de dominó cayendo una por efecto de la otra. Pero aplicado al periodismo, acaso esperaba tanto el director como el periodista poder causar un efecto como mordedura de serpiente ¿hacia un político?, ¿hacia un funcionario público?

No era la primera vez que me veía a mí mismo dentro del cubil del señor Bertrán, cavilando, suponiendo cosas, pasando revista a su diminuta humanidad; viendo como oscilaban sus piececillos como péndulos de un reloj, sincrónicos, dispares.

El director, de pronto, se incorporó de su asiento, dando un salto inesperado; se desarrugo los pliegues de la camisa, así mismo lo hizo con el pantalón. Se pasó los deditos de niño entre su cabellera negra de pelos ensortijados, y dubitativo, empezó a caminar sobre la alfombra roja dando pasitos de pingüino.

Esta vez me senté en una silla, pegado a la pared, distante del señor Bertrand. Esperaba paciente el momento en que él me pudiera atender para comunicarle mi interés por comprarle directamente a la casa editora, papel para mi futuro periódico. El señor Bertrand miraba cualquier partícula existente de su cubil: las paredes rojas, el globo de luz sobre su cabeza, la alfombra roja; por un momento se detuvo frente a su librero, se sentó en posición de buda  sacando de la parte de abajo del librero un libro  grueso, y,  como si fuera un niño de un año de edad, colocó la obra sobre la alfombra y comenzó a hojearlo detenidamente.

No duró mucho tiempo, cuando se incorporó de prisa, en su rostro se reflejaba una seria preocupación. Nuevamente caminó en un vaivén indecible. Parecía verme con sus ojos saltones, con un rostro marcado por cicatrices y barros. Tal vez era el momento adecuado para interrumpir el hechizo.

Esperé.

El hombrecillo se detuvo frente a mí, pero no hacía el intento por abrir la boca y proferir palabra alguna. Quizá ya no le quedaba saliva por tanta efusión de ideas; el hombrecillo se convirtió en segundos en un hombre crespo, irascible; aquellos gestos de simpatía que había prodigado la primera vez que lo conocí, incluso, cuando me invitó a brindar por la amistad que el director mantenía con el periodista Ricardo Urraca, ahora eran distintos, con olor a podredumbre; el aroma de su perfume Lapidus se había fundido con el olor a azufre.

El cubil del hombrecillo junto con nosotros dos adentro, en cualquier instante podría incendiarse, o acaso ya estaba ocurriendo el siniestro. Tal vez tendría que hablar fuerte para que abriera la puerta Margarita de la O,  quizá podría hacerlo Simón, cualquiera podía ser el salvavidas de nosotros.

El señor Bertrand, por fin, regresó a su asiento y dando un salto descomunal sobre la silla, se puso a escribir nuevamente, tan rápido que ni la misma jefa de diseño fuera capaz de hacerlo como él.

La puerta de madera se abrió de pronto. Era Margarita de la O. Se digirió hacia el director para comunicarle que su columna EFECTO MARIPOSA no tenía ningún error orto-gramático, así se refirió Margarita de la O.

A lo que el director respondió: “¿Ya te envió la columna Ricardo Urraca?”  Margarita traía entre sus manos unas hojas grapadas: “¡Aquí está!” “¿Ahora sobre que versa su tema?” _preguntó el director. _ Sobre un supuesto túnel que había en el Ex Asilo Vicentino. _ En medio de esta ciudad burocrática ¿existen túneles? _indagó el director.

_Ya sabe que de Ricardo Urraca se puede esperar todo: ya que si no los hay, Urraca los inventa _Margarita sonrió tras decir eso

_ ¡Eso, eso! _exclamó el director con una irónica sonrisa_ Hay que producir un efecto, un efecto mariposa.

Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista

Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.

Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
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