De un solo golpe los edificios de la ciudad de Dresde en Alemania pueden apreciarse en su conjunto; espléndidos, derrochando belleza, opulencia y majestuosidad.
Es aquí la antigua Sajonia, donde sus príncipes y nobles gobernaron hace siglos una vasta región rodeada de ríos, bosques, minerales y mucho poder. Pero también en ella se cierne el horror de las guerras producida por la crueldad humana.
Es una ciudad bella a orillas del rio Elba frente a la cual su construyó una gran terraza que ha servido como muro de contención para las crecientes en época de lluvia, evitando así las inundaciones del casco histórico. De tal forma que el conjunto arquitectónico se vuelve una soberbia postal sajona.
Ya desde el año 1200 se nombra el lugar por algunas crónicas pero su verdadero esplendor lo tendrá desde el siglo XVII donde reyes hacen la ciudad su residencia construyendo grandes palacios y embelleciéndola para su placer.
Dresde fue también para el siglo XVI el más importante bastión del protestantismo, por el que vivió una encarnizada guerra. La ciudad fue incendiada en 1685 y destruida casi en su totalidad.
Sin embargo, este hecho sirvió para que empezara a vivir su esplendor a partir del reinado de Augusto II El Fuerte, quien mandó reconstruir casi en su totalidad la ciudad, adornándola con una catedral católica que forma parte del conjunto del Theaterplaz con el palacio del rey y la ópera, situado junto a las terrazas del rio Elba, llamadas también El balcón de Europa. En este espacio se encuentra también un friso de 12 metros de longitud construido en porcelana donde están representados todos los príncipes de Sajonia.
Pero las llamas volvieron a envolver a la ciudad siglos más tarde; a doce semanas que llegara a su fin la Segunda Guerra II, el ejército británico dejó caer en un ataque aéreo sorpresivo, bombas de fósforo que la hicieron arder en cuestión de minutos, a una temperatura 1000°C.
Nuevamente destruida casi en su totalidad, los ingleses, muchas décadas después, en un gesto amistoso, colaboraron para la reconstrucción de los emblemáticos edificios que habían caído a pedazos por las altas temperaturas que produjeron las bombas.
Ahora, Dresde se puede recorrer y disfrutar completa y de pie; es un verdadero placer tomarse una cerveza en algún pequeño restaurante de sus terrazas o comer un pollo frito con verduras, viendo los edificios históricos, orgullosos de un memorable pasado, que encierran en ellos ese color oscuro que recuerda el sufrimiento de sus habitantes, devorados por las llamas más de una vez.
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