En más de una ocasión nos hemos preguntado, ¿Qué somos? Sí, que somos como mexicanos, como seres humanos que vivimos en un territorio, que compartimos, como bien dicen, costumbres, hábitos, rutinas, una forma de hablar y cierto tipo de aficiones, o adicciones, como el futbol, la cerveza y en algunas ocasiones hasta burlarnos de la muerte. La respuesta, creo, la tenemos cada uno de nosotros.
Somos mexicanos. La gran mayoría, porque aquí nacimos; otros lo son, porque llegaron, vieron, compartieron, se enamoraron de un lugar, de una persona o de un ambiente, y ya es mexicano. Lo cierto, lo inobjetable, es que a donde vamos, siempre llevamos algo característico: la alegría y lo bonachón, lo risueño, la alegría, las respuestas a veces irónicas, otras llenas de melancolía o de una actitud de todo está bien.
Y puede que tengamos un concepto distinto a lo que significan las fiestas patrias. Pero no se puede soslayar que, cada año en septiembre, el pueblo de México no se pierde las fiestas y menos el grito. Un día, un español –ya mexicano por adopción-, viviendo en el Distrito Federal recibió la visita de un vecino en el edificio de departamentos. Vecino, le dijo, lo invito a nuestra cena de fiestas patrias, pozole, tostadas y un tequila, para festejar que le dimos en la máuser a los españoles.
La independencia como fiesta cívica ha sido, de muchos años, una manifestación de un sentimiento de identidad nacional. Por lo regular, acostumbrados a que los lideres y los gobernantes, a los actos llevan gente para que les aplauda, siempre me atrevía a decir (a escribir pues), que Al Grito de Independencia no había necesidad, de que la genta va, precisamente, porque es una fiesta nacional.
Los lideres, sin embargo, ya tienen que ponerse a pensar que no pueden vivir del aplauso y del reconocimiento público, digamos de a gratis; no, tarde o temprano, la población se va percatando si un gobernante es bueno o malo; si en su gobierno impera o no la corrupción; si hay, digamos, una especie de doble moral: que no predican, en pocas palabras, con el ejemplo. Por eso Enrique Peña Nieto, en el día del Grito, allá en el Zócalo, recibió rechiflas… y uno que otro critico, analista, expresan: fue un acto desangelado.
No sé si sea valido decir que la corrupción también es otro rasgo de identidad nacional. Pero en otros países, así nos conocen y a veces hasta generalizan, pero además en las investigaciones de corrupción, México es de los peor calificados. Y no es para menos: se ajusto a la ley, dice la investigación, los actos del Presidente y de su esposa en la adquisición de bienes inmuebles, de casas y departamentos. Claro, nadie lo creyó.
Quienes vimos por la televisión El Grito de Enrique Peña Nieto fuimos testigos de dos hechos: no estaba lleno, a reventar, como ha sucedido en otras ocasiones; pero, además, fue evidente que hubo rechiflas para el Presidente. Claro, se vitoreo a los héroes nacionales, pero incidentes como las rechiflas son evidencias de que la popularidad, el afecto o el aprecio por el gobernante se hacen trizas, se desmorona, tal y como ya las encuestas lo han puesto de manifiesto. Lo evidente no se puede ocultar y, da la impresión, al gobernante y a sus asesores no les importo o, de plano, ni se dan cuenta.
Y es que, en más de una ocasión, el mensaje presidencial no ha sido el más apropiado. Recuerdo cuando Ernesto Zedillo de León tomo medidas impopulares, que justifico diciendo, “son necesarias” para corregir el rumbo. Pero EPN, con la devaluación, tuvo hasta el desatino de afirmar que la devaluación del peso era, o es, benéfico para México. Y eso que aun no se aparecen, de manera desenfrenada, las consecuencias: como la inflación o la escases de productos.
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