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Sección: Editoriales / En la Remington

La niña de ayer

Por: Ricardo Hernández 28/11/2014 | Actualizada a las 09:27h
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El mensaje por celular que le envié a Lupe, mi novia de la infancia, surtió el efecto esperado. Dicho mensaje decía textualmente: “Te he estado recordando durante estos días. ¿Recuerdas cuando jugábamos a las escondidas?” Ella respondió enseguida: “Existen muchos recuerdos en mi mente, principalmente de aquella playera que me regalaste, decía: ‘Te quiero mucho’. Los besos que nos dimos fueron muy apasionados, a pesar de nuestra edad”.  Estuve pensativo durante gran parte de la noche, pensando en el amor, en ese amor puro, en esas experiencias que a mis once años de edad disfruté sin imaginar en alguna consecuencia. Lupita tenía diez años y nos queríamos como si fuéramos  personas grandes.

La luz de nuestro amor nació en medio de una oscura vecindad.  Nuestras casas eran antiguas, quizá del siglo XIX. Se encontraban ubicadas en un terreno que medía lo de una manzana. Y por añadidura, por si no fuera suficiente ya vivir en la misma zona, las casas estaban a menos de cincuenta pasos una de la otra. De tal forma que podía ver a Lupita prácticamente todos los días y mi cariño hacia ella aumentó gradualmente durante los tres años que jugamos al amor, usando la jerigonza de nuestra corta edad.

Lo increíble de toda esta historia, es que no tengo recuerdos de haberla visto en alguna noche; sobre todo, de esas noches cuando comencé a ver seres extraños.  ¿Qué relación podía tener el amor con el más allá? ¿Por qué los padres de Lupita y los míos nos llevaron a vivir allí? ¿Por qué precisamente a esas decrépitas casas, ya vencidas por los años?  En cierta noche, el lloriqueo de un bebé me hizo despertar abruptamente. A tientas, me dirigí hasta donde se encontraba mi madre, en la habitación contigua. “¿Mamá?”, hablé en voz baja, temerosa. Ella que siempre tuvo sensibilidad para  oír los ruidos, respondió: “¿Eres tú, Alberto?” “Sí, contesté, soy yo” “¿Qué haces levantado a esta hora?” “Un bebé llora y no me deja dormir” “¿Bebé? ¿Dónde?” “¡Noséporaquícerca!” “Acuéstate, Alberto, yo no he escuchado nada. Ven, duérmete a mi lado” “Está bien”.

La mañana de aquel día invernal era fresca, los pichones blancos y grises movían sus alas con la misma delicadeza con que el aire fustigaba las amarillentas hojas caídas de los árboles. Los árboles, sacudidos por el viento, habían formado una alfombra de hojas amarillas. Detrás del un árbol de mezquite, un pichón intentaba volar; en su pico rosado traía una ramita. Realizó un intento más y el ave por fin logró elevarse. Su vertiginoso vuelo marcó una línea recta hacia una construcción en ruinas. Se introdujo por una desnuda ventana, y pronto aterrizó en la superficie alta y oculta de entre unos barrotes, ya deteriorados. Ayudándose del pico y de sus patitas, acomodó bien la ramita en algo que ya tenía toda la apariencia de ser un nuevo nido. Sus ojos grisáceos observaron a su alrededor, y nuevamente emprendió el vuelo.

Habían transcurrido veinte minutos después de la hora de entrada, la maestra Mimí detrás del escritorio, revisaba sus apuntes de matemáticas. Era una maestra de cuerpo ancho, y cara lánguida; sus cejas estaban dibujadas por una delgadísima línea negra y su cabello castaño, en forma de risos, la hacían ver una mujer delicada, pero de carácter firme. Lupita le tenía miedo a la maestra Mimí por ser tan regañona. Decía que nada le parecía. Con el tiempo le agarró el modo y en breves descuidos, escribió en su cuaderno los pensamientos que le dictaba el corazón. En una de esas oportunidades, mientras escribía, irrumpió en un sollozo.

Lo peor del caso es que Lupe no se había dado cuenta que la maestra Mimí se encontraba de pie, frente a ella. “¡Arranca esa hoja del cuaderno, y enseguida me la das! Se la voy a entregar al director,  para que tu mamá se entere de la clase de alumna que eres, ¡de inmediato, vamos!”  “¡No, maestra Mimí, no haga eso, le prometo que ya no voy a escribir nada!” “No es la  primera vez que haces eso, y lo sabes muy bien, Lupita. ¡Ya basta! ¿Quieres traer hijos al mundo siendo que todavía eres una niña? El director tiene que estar enterado de este asunto.” Lupita asentía sin palabras. “Maestra, Mimí. ¿Puedo decirle algo antes de que el director me mande a llamar?” “Está bien. Pero si sales con tus cosas te va a ir peor” “Lo que pasa maestra, Mimí, es que no puedo contener mis sentimientos, se salen solos. Aunque me impongan un castigo, de cualquier forma nadie puede evitar que llore, es algo que ni yo puedo comprender, y la única manera que me siento desahogar es escribiéndolos. Ya puede aplicarme el correctivo, maestra Mimí”. “No le diré nada al director, sin embargo, necesito que le digas a tú mamá que el día de mañana venga a verme. De lo contrario no me darás más opción que ir con el director”. “De acuerdo maestra, Mimí. Gracias”.

En la puerta del ropero una sombra se movió. A través de la ventana los tenues reflejos de luz de la luna me iluminaban de cuerpo entero. Era una luna misteriosa, redonda, daba miedo. La cortina celeste onduló suavemente con el susurro del viento. Estaba seguro de haber visto que una sombra se había movido en la puerta del ropero. Miré a través de la ventana, pero no conseguí ver a nadie. La sombra volvió a proyectarse: era como un hombre con gabardina y sombrero. Me levanté de prisa de la cama, corrí hacia la habitación de mi madre: “¿Mamá?” “¿Eres tu, Alberto?” “Sí, soy yo.” “¿Qué haces levantado a esta hora?” “Hay un hombre extraño afuera de la casa” “No creo que pueda meterse por la ventana, ciérrala por si las dudas. Ven, duérmete a mi lado” “Está bien”.

Llegó corriendo con la mochila en la espalda, en su rostro se podía leer claramente que nada bueno había ocurrido por la mañana en la escuela. Acomodó la mochila en la cama y se sentó en la orilla. “Si no le digo a mi mamá, de cualquier forma lo sabrá”, pensó Lupe. “Si lo sabe Dios, que lo sepa el mundo”, pronunció aquel adagio que su madre siempre repetía cuando las cosas no marchaban bien. “No tarda en llegar Alberto de la escuela y si se lo cuento a mi mamá ahorita, estoy casi segura que lo mandará a llamar y su mamá lo regañará, y nos dejaremos de ver y todo habrá terminado y quedaremos como enemigos”.

_ Lupita ya quítate ese uniforme y lo cuelgas en un gancho. Si está muy sucio échalo en el cesto de la ropa _ Socorro, la madre de Lupe, calentaba en un sartén los frijoles_. ¿Ahora tú, por qué vienes muy seria? ¿Qué mosco te picó? _le dijo.

“¡Chin!, si le digo se va a enojar. Pero ya qué. Si lo sabe Dios que lo sepa el mundo: Querida madrecita, pues fíjate que la maestra Mimí me encontró escribiendo una carta de amor y piensa en decirle al director pero antes quiere verte a ti. No. No puedo decirle todo eso. Tal vez sea mejor ver a Alberto y platicarle lo que me pasó y así ya sabremos lo que puede suceder. Sí, haré eso antes de contarle todo a mi mamá: Si lo sabe Dios que lo sepa el mundo”.

Se me ocurrió la malhadada idea de salir a fuera. Abrí la puerta sin provocar ningún ruido; la entrecerré y luego me senté en el único escalón que había frente a la puerta. Desde ahí podía ver la casa en ruinas…la casa de los pichones. Hacía frío y estaba oscuro. Podrían haber sido las doce de la noche hora en que según las leyendas se les ocurre salir a los fantasmas. Y como si los hubiera invocado a propósito, de la puerta de la casa en ruinas fue saliendo una mujer vestida de blanco, se detuvo en el umbral. Comencé a temblar de miedo, pero esta vez ya no hice el intento por hablarle a mi madre. Sin hacer ruido, cerré la puerta y corrí a hundirme bajo las cobijas. “Debo comportarme como un hombre, no como un mariquita”, pensé dándome valor.

La lluvia fría y menuda de invierno bañó nuestros rostros la tarde de aquel jueves. Lupita corrió hacia la casa en ruinas y yo la seguí. “Ven, dijo, quiero platicarte algo, es muy serio” Cuando entramos a la casa, la cogí de la mano: la sentí tibiecita y suave. Nunca la había visto tan seria, su rostro moreno y delicado, me incitó a darle un beso en la mejilla. “Dime, ¿que te pasa?” “La maestra me recogió una carta que te escribí. Se la piensa enseñar a mi mamá el día de mañana. Tal vez se enoje conmigo y ya no vamos a podernos ver” “¿Recuerdas las palabras que siempre repites de tu mamá: ‘Si lo sabe Dios que lo sepa el mundo’?” “Claro que lo recuerdo, eso lo pensé cuando estaba comiendo con ella” “Entonces, dile a tu mamá que solamente son palabras las que escribiste y que entre tú y yo tan sólo existe una buena amistad” “Está bien, se  lo diré. Si después no te veo, ya sabrás el motivo”

La madre de Lupe se enteró de la carta, sin embargo no fue un óbice en nuestra amistad. Ahora somos buenos amigos. Al recordar aquella vivencia de cuando jugábamos a las escondidas, de nuestro amor de niños, estremece mi cuerpo. Nunca tomé importancia sobre las cosas extrañas que vi y escuché en esa casa antigua, pretendí olvidar el asunto y en cambio, consideré ese amor puro y sincero, de esa edad que difícilmente uno como niño es comprendido.

Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista

Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.

Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
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