Quienes tenemos el privilegio tan especial de experimentar la paternidad sabemos que es el mejor regalo de Dios, de la vida, de quien se encarga de que estemos en este mundo o como se le quiera llamar, pero el hecho de convertirnos en parte de la vida de una pequeña criatura que, en principio, duerme y poco sonríe, y luego se convierte en nuestra existencia misma, no tiene precio, así de claro.
Pero esos milagrosos momentos de felicidad en una gran mayoría de veces se multiplican: tener dos, tres, cuatro o más hijos nos hace también mucho muy felices, y todos conforman ese universo de felicidad que poseemos.
No hay favoritos, no hay uno a quien pueda decir que se ama más: no existe un aparato para medir los niveles de amor como la presión arterial, el colesterol o la glucosa en sangre. No existe, en otras palabras un “amorómetro filial” que nos diga si hay un hijo que se ame más.
Cierto, los padres lo sabemos: hay distintos tratos en base a su personalidad, edad y otros muchos factores que existen, surgen y a veces ocasionan celos entre los hermanos. Miente quien diga que no es cierto y que nunca uno de sus hermanos se sintió el consentido o por el contrario, el rechazado por papá o mamá. Es parte de la existencia en la familia, y tenemos que aceptarlo como es.
Cuando nació David los pensamientos fueron especiales, porque era el primero, y porque sus condiciones de salud eran difíciles: con tanto amor lo esperábamos, y estábamos a un tris de perderlo, sin embargo, quien todo lo puede nos permitió, junto con un excelente grupo de doctores, que estuviera con nosotros más de 28 años… y contando.
El padre pensó que no había momento más feliz que ese, hasta que surge en la vida familiar Daniela, la segunda; doce años después vino a llenar de luz una casa ávida de la ternura de una pequeña criatura, una niña… ¡una niña en casa! El milagro personificado que se fortaleció a través del tiempo que le ha convertido en una linda chica, cariñosa y motivo de innumerables acciones para mejorar.
Posteriormente, Dios quiso que hubiera un milagro en casa y llegó Dafne, y se ve como milagro por las situaciones clínicas que se presentaron antes de su maravillosa llegada, un 26 de noviembre… ese 26 de noviembre del año dos mil, el primero del nuevo siglo, augurando cambios especiales en la existencia de todos nosotros. Así conformamos una familia que se mantuvo por mucho tiempo.
La pequeña Dafne recibió igual que sus hermanos el cariño e inmenso amor que un padre o madre prodiga a sus hijos, lo cual no es meritorio sino natural, más, cuando ellos –los hijos- son poseedores de un maravilloso corazón que comparten con sus detalles y su sonrisa cotidiana.
Verla bailar es una delicia, pero es mejor aún estar estático observando cualquier cosa en el televisor y sintiendo su presencia en nuestro hombro. La tranquilidad de su sueño no se compara con nada más mágico que pueda hacernos sentir bien, y ella lo sabe.
Se sabe amada, sin lugar a dudas.
Como todos los individuos del mundo, tiene muchas virtudes y aspectos que tiene que mejorar, y algunos destacan más que otros, pero su tierna actitud y sentimientos son capaces de romper la roca más dura del mundo y abrir la puerta más pesada del universo: tienen la fuerza de corazón suficiente para abrir corazones y destrozar malos sentimientos.
Y un día llegó a nosotros, para completar un grupo maravilloso que la mayoría les llama hijos, pero que el padre les llama “milagros de Dios”, cada uno por las características en que llegaron.
Son los ángeles que permiten que uno siga vivo o que pueda querer superar lo realizado, para que ellos vivan mejor. Son el motivo de la más importante y grande atención personal y sentimental.
Y en un día como el que se vive, un 26 de noviembre, llegó a iluminar la existencia de nosotros, y seguramente lo hará con mucha gente más por sus altos valores humanos.
¿Qué falta? Solo escribir “Muchas felicidades, mi amor”.
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