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Sección: Editoriales / Rutinas y quimeras

Del shopping al monasterio

Por: Clara García 22/11/2014 | Actualizada a las 21:30h
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Después de cruzar la Francia profunda, esa, de los pequeños pueblos perdidos en los pirineos, llegamos al atardecer a Andorra, un pequeño Estado europeo que cuenta con dos atractivos, tiene esplendidas pistas para esquiar y es el paraíso fiscal de los españoles.

Como era verano los bosques lucían verdes, las montañas llenas de pinos parecían caerse encima de nosotros que hacíamos esfuerzos por descubrir sus cumbres y de cuando en cuando se apreciaban en ellas grandes espacios “rasurados” de árboles, simétricamente trazados; eran las pistas para esquiar de donde pendían las canastillas para trasportar hasta la cima a los aficionados a ese deporte. Todo estaba vacío y, en completa calma, pudimos caminar por la ciudad.

Era temporada baja; nos explicó un mesero que en invierno todo está lleno y hay muchos empleos temporales para trabajar en el sector turístico “aquí el atractivo es la nieve”.

Andorra es un Principado de 468 kilómetros cuadrados y con un aproximado de 76 mil habitantes, de los cuales, 50 000 viven en Andorra la Vieja, capital del Principado, es un pueblo que ya existía desde la época de Carlomagno. Es posible que por su difícil acceso, fue quedando apartada de los intereses territoriales de Francia y España, permitiendo que se erigiera como un Estado independiente hasta nuestros días.

Caminar por sus calles, tomarse una caña, sentir frío en verano y mirar su extraordinario paisaje de montañas con profundo olor a pinos, fue la mejor experiencia de un lugar cuya fama radica en el shopping libre de impuestos.

Su frontera con España es la comunidad catalana, por donde cruzamos en calidad de peregrinos que iban a visitar a la virgen de Monserrat, así evitaríamos la revisión aduanal que en ocasiones se hace por tratarse de un lugar donde se compra barato.

Llegamos al medio día al pie de la montaña que desde lejos parece los dientes de un serrucho, ahí abordamos un tren de cremallera que nos subió hasta la cúspide donde se encuentra el monasterio; el eficiente trasporte tardó 10 minutos en llegar a la cima, los más largos de mi vida por tratarse de una emoción fuerte, comparable a la que se experimenta en los juegos mecánicos. El tren se mecía de un lado a otro y solo vía de reojo el gran precipicio que cada vez se hacía más profundo.

El monasterio, una gran obra de ingeniería, ocupa un amplio espacio, que incluye además de la iglesia, una explana con restaurante, tienda y estacionamiento para autobuses, todo cercado por balcones para ver a lontananza.

En la entrada de la iglesia construida en el siglo XIX estilo renacentista, se encuentra una inscripción que dice: “Cataluña será cristiana o no será”. Adentro, en el altar mayor está la imagen de la virgen, una escultura de madera de no más de un metro, cuyos rasgos mudéjares son evidentes, morena, nariz prominente y un vestido decorado en dorado y negro.

Bajar del monte Serrat fue más fácil, abordamos un autobús que descendió lentamente por una carretera amplia y cuya traza se hizo por un lado más prologando del cerro. Pero de cualquier forma, llegar hasta ahí, sin duda fue un peregrinar.

E-mail:claragsaenz@gmail.com

Clara García Sáenz
Historiadora y Promotora Cultural; catedrática de la Universidad Autónoma de Tamaulipas.
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