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Sección: Editoriales / En la Remington

No mires atrás

Por: Ricardo Hernández 20/10/2014 | Actualizada a las 09:25h
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_ ¿Mamá?

Musitó el pequeño Pablo dirigiéndose a la mesa del comedor donde se encontraba  sentada su madre.

_ Dime, Pablito, ¿necesitas algo? ¿Ya te aburriste de jugar con tu carrito de madera? _La madre, con mano trémula, escribía en un diario.

_ No, pero ¿por qué estas tan callada? ¿Por qué siempre  te  veo escribir?  _El pequeño Pablo se talló las manos polvosas sobre su prominente estómago. Sus  negros ojos rasgados tenían ese brillo de curiosidad que caracteriza a los niños sanos e inquietos.

_ Pablito, te he dicho mil veces que no debes limpiarte las manos sucias en la camisa ni en el pantalón. ¿Mira cómo la dejaste?, anda hijo, ve a lavarte las manos en la cubeta que está en el baño. ¿Puedes solo, o voy contigo?  _Con gran ternura, la madre miró a su primogénito de seis años de edad, era un niño gordo y simpático.

La madre había dejado la pluma de tinta azul a la mitad del diario.

Traía puesto un delantal blanco sobre un vestido rojo. Su cabello largo y negro lo traía recogido con una cinta azul. La palidez de su rostro níveo no se debía a una enfermedad como la anemia, si no más bien, a los constantes roces con su esposo, a los desvelos, a las mortificaciones.

El niño respondió: “Yo voy solo, ma; ya estoy grande”. Pablo dio unos pasos arrastrando los pies, luego se detuvo, giró sobre sus talones  y tras recordar algo, dijo: “Por cierto, ¿me vas a llevar al circo a ver a King Kong?”  Se llevó una mano a la boca, dejando a su madre la tarea de interpretar tal acción.

_ Tu padre quedó en llevarnos a los dos y ya casi es hora, van a dar las cinco y en lo que nos alistamos, dan la seis, y en lo que llegamos al circo… La función comienza a las siete.

_ ¿Y si no viene, Ma?, ¿me llevarás de cualquier manera? _ Pablo adoptó una expresión de angustia, a la vez, de tristeza_: ¿Iremos los dos?

_ Sí, de cualquier forma iremos los dos, Pablito, no te preocupes.

Era mediados de otoño y el sol por esas fechas ya no quemaba tanto como en el pasado verano, días en que la ciudad parecía incendiarse en cualquier momento.  Sólo los árboles y las plantas, las aves y los reptiles son capaces de aguantar  semejante agonía. En las casas de material construidas de block,  y a veces mal planeadas al tener poca ventilación, el calor de verano  hace estragos, derritiendo, por así decirlo, a la gente dentro de la misma habitación; una de esas  casas  mal construidas (que más bien eran dos decrépitos cuartuchos) y con una ventana, era donde vivía Pablo y su madre.

Con espíritu estoico soportaron esa calurosa estación. Durante el tiempo de canícula la madre no tan sólo había procurado tener a su hijo en una bañera por un buen rato bajo la sombra de un árbol de framboyán, sino que también le leía un libro de Mark Twain: “Las aventuras de Tom Sawyer”, según la madre, intentando ocupar su mente más en la fantasía que en la realidad. La palabra “REALIDAD”  le provocaba continuos espasmos pues traía consigo un fardo de ingratos recuerdos. “¿Cuál es mi realidad?”, se preguntaba como poseída, sintiendo de pronto un vacío, como un cuerpo sin alma, una cabeza sin cerebro…,  una mujer sin carácter.

“¿Esta será mi realidad?”, se preguntó en cierta ocasión mientras veía al  pequeño Pablo zambullir su cabeza en la bañera de agua fresca.

Era una desazón que se había prolongado en la medida que su hijo iba creciendo, al mismo tiempo que escribía constantemente en su diario. El diario lo había adquirido en secreto, era un secreto entre el pequeño Pablo y ella. El hecho de haber descubierto la forma acertada de expresar sus pensamientos por escrito en ausencia del esposo, aquel rostro de palidez enfermiza poco a poco se fue transformando en un rostro vigoroso de cuyos pómulos resaltaba un suave rubor.  

Ese día por la tarde, la madre sintió un miedo hacia algo incomprensible, abrió nuevamente el diario, cogió la pluma de tinta azul y comenzó a escribir:

“Todo tiembla en mí: mis manos, el corazón, mis sienes, todo mi cuerpo. Tengo la sensación de no ser yo la que en este momento escribe, eso es el motivo por el cual acudo a ti, para que calmes esa tormenta que agita mis nervios, soy como una solitaria barca en un inmenso océano, sin brújula, tal vez perezca destrozada por la fuerza de las olas, quizá se desbarate mordisqueada por los tiburones, o, en el mejor de los casos, sucumba por el mismo tiempo, pero, finalmente, la barca debe avanzar, avanzar…, avanzar”.

_ Ma, deja de escribir y vamos a alistarnos para ir al  circo _se quejó  Pablo.

_ Si, hijo, te voy a tibiar un poco de agua para que te bañes, mientras te alisto tu ropa.

_ Ma, ¿vamos a esperar a mi papá?

_ Tu padre no vendrá temprano, hijo. Es mejor que nos vayamos sin él, de lo contrario no iremos al circo a ver a King Kong.

_ Ma, ¿y si se enoja? _El pequeño palideció, se había llevado las manos a la cara.

_ Si te refieres a tu padre, no sería la primera vez, ya lo conocemos. Pero, ahora, yo tomaré esa decisión.

_ Si, Ma. _Pablo corrió hacia el baño que se encontraba en el interior de la habitación.

Aprovechando que la mente permanecía jadeante, la madre se puso a escribir, esta vez con mano firme:

“¿Cuál es mi realidad? De un tiempo acá mis pensamientos son otros, ahora, en cambio, tengo la sensación de que la mujer  sumisa se ha quedado en estas páginas para siempre. Una como mujer no debe estar sometida a ninguna especie de esclavitud: física ni sicológica y un hombre como el que tengo como esposo, parece ser mi amo, luego ya no puedo hacer ni decidir nada,  sólo me haría falta no pensar ni actuar, ¿acaso estamos en el siglo dieciséis? ¿Diecisiete? ¿XVIII ó XIX? ¡Por favor que alguien me responda! La realidad _continuaba escribiendo la madre, de su ojo derecho se deslizaba una tibia gota de lágrima_, es que tengo un hijo, la realidad es que tengo que trabajar, porque del cielo sólo podría obtener el hálito de la fe o un halo de luz, y, en cambio, de la Tierra, consigo el sustento. ¡Esta es mi realidad!”

La madre empuñó la mano que sostenía la pluma.

En la tarde  de ese día del viernes el clima era de un frío agradable.  En el cielo gris se alcanzaba a asomar tímidamente la primera estrella.

La madre alistó al pequeño Pablo, lo vistió con una camisa de manga larga a cuadros azules con un pantalón de mezclilla, unas botas de cuero color café terminadas en punta. La madre lucía un vestido azul, unos zapatos blancos de tacón alto;  su cabello largo tan sólo se lo había laceado y partido a la mitad. Salieron de la casa para dirigirse al lugar donde se encontraba el circo. Tomaron el microbús y en una hora aproximadamente  se encontraron allí, comprando un boleto en la taquilla.

_ ¿Mi boleto, Ma? _preguntó Pablo buscando el boleto en la mano de su madre.

_ Ten _dijo ella, sonriente_: Nos dieron la promoción de un solo boleto por los dos.

_ ¡Qué suerte tenemos, Ma! _Pablo empujó suavemente a su madre para entrar de  prisa y poder ver a King Kong bajo la enorme carpa, para ver aquella gigante máquina capaz de poder mover los brazos, de dar unos pasos e, incluso, de inclinar la cabeza.

Pablo se sentó apresurado en la butaca, tenía los ojos más abiertos de lo normal, se sintió impresionado a primera vista de aquel fenomenal gorila, veía boquiabierto los enormes pies, las ásperas manos, los brazos tan largos que casi llegaban al piso, los ojos negros y penetrantes, un rostro de furia como el de un animal que se ha sentido amenazado: una apocalíptica montaña de pelos negros.

_ Ma, ¡es enorme, enorme…!

_ Si, Pablo, es demasiado grande. ¿Lo alcanzas a ver todo completo con tus ojitos?

_ Si, Ma.

A un torpe payaso se le ocurrió la malhadada idea de comerse un plátano muy cerca de los pies de King Kong, aparentaba no darse cuenta de la circunstancia. Cuando el gorila movió los brazos y abrió las fauces mostrando espeluznantes colmillos,  la multitud de niños comenzaron a gritar a voz en cuello:

_ ¡Payasito, quítate de ahí, te va a comer King Kong!

El payaso se hacía el desentendido, de pie disfrutaba el plátano.

_ ¡Quítate de ahí, payasito! _Se escuchaba por todos lados el grito de desesperación de los infantes.

El enorme King Kong con una mano aprisionó al payaso y comenzó a levantarlo. El payaso tuvo la sensación de haberse convertido en el mismo plátano que se acababa de comer. “¡Auxilioooo!”, gritó pataleando ante los ojos atónitos del expectante público.

_ Ma _dijo el pequeño Pablo, asustado,  agarrando con sus húmedas manos el a perlado  rostro de su madre.

_ Dime, Pablito, ¿tienes miedo que se lo coma?

_ Sí, Ma. ¿Se lo va a comer?

_ No, hijo. Ahorita lo baja. Ese es el show, lo divertido; King Kong sólo es una máquina, no piensa como tú y yo, además la maneja un señor desde afuera.

_ Ah.

Cuando salieron de la función, Pablo se mostró alegre, no le cabía tanta emoción. La madre lo invitó a un buen lugar para cenar. “Vamos, le dijo, te voy a invitar una hamburguesa”.

Llegaron a una fonda en cuyo interior la tenue luz de los focos apenas alcanzaba a iluminar dos mesas; el mismo ambiente parecía melancólico. No había en ese momento ninguna clientela.  La madre condujo a su hijo a la mesa que se encontraba a la entrada. Quedaron de frente a los  cristales de las ventanas a través de las cuales se podían ver  dispersas lenguas de fuego a las orillas de la calle  que alumbraban el camino que conducía hacia el circo.

Pablo, mientras comía un trozo de hamburguesa, veía con curiosidad el contorno: los reflectores de los vehículos, la luz que se moría en medio de la oscuridad, el resplandor de las farolas eléctricas de la calle; sombras inquietas que se proyectaban en las paredes altas de algunos edificios. Pablo llegó a pensar que King Kong se había escapado.

_ Ma, este lugar se ve muy solo, ¿por qué estamos aquí?, me hubieras podido comprar algo cerca del circo.

 La madre había pedido una hamburguesa sencilla para Pablo.

_ ¿Tú no piensas en comer, Ma?

_ No, hijo, come tú. La comida en la calle puede hacerte daño, en un restaurante tal vez no sea tan mala.

_ Tú cocinas mejor, Ma. _ Pablo se mostró contento.

La madre abrió su bolsa de mano y sacó su diario, escribió con buen pulso:

“Vine al mundo hace veinticinco años de los cuales no recuerdo haberme divertido como una niña, ni como una adolescente. Mis abuelos esperaron a que tuviera uso de razón y me pusieron a trabajar en la milpa. Los abuelos fueron duros conmigo. Luego me casé a los catorce años de edad con éste señor  que ahora es mi esposo, según yo, para librarme del maltrato y caí, sin pretenderlo, en la mandíbula del lobo. No. No seré una vez más la mujer abnegada, esa mujer que cree en un Dios para ser sometida, obediente. Creeré en Dios, pero en un Dios que me de fuerzas para librarme de mi verdugo, como el pueblo de Israel ante Egipto,  romper esas cadenas que me aprisionan; entonces ese Dios será para mí, el Dios mismo de Israel, el lenitivo perfecto para mi alma. Seré libre junto con mi hijo, Pablo. Por tanto nos iremos lejos, lejos como una estrella que se pierde… en el infinito”.

_ Vámonos, Pablito. Iremos derecho a la central. Después te explico.

_  ¿Iremos de viaje? ¿Y las maletas?

_ Las dejé encargadas, allá viene un taxi.

_ Ma, ¡el circo!

_ No mires atrás, Pablito. Date prisa.

Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista

Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.

Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
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