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Sección: Editoriales / En la Remington

Momento álgido

Por: Ricardo Hernández 01/09/2014 | Actualizada a las 09:22h
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Dos

Algo de siniestro destellaba en la mirada de aquel chico de dieciocho años quien aparentando escribir en el teclado frente a la pantalla de la computadora, observaba inquieto a su maestra. Sólo quedó él, el resto del grupo de informática ya se había retirado. La maestra recibió una llamada en su celular, se distrajo por un momento, apenas pensaba en decirle al chico que iba a cerrar el aula, la llamada le hizo perder el equilibrio, dio unos pasos fuera del escritorio luego tornó a sentarse en su silla reclinable.

El silencio que imperaba en ese momento alteró los nervios de Ernesto, lo excitó, ya sus manos transpiraban porque esa muestra de humedad quedó impregnada en el teclado, él mismo lo supo al sentir como sus dedos resbalaron torpes sobre las letras, como si fuera de sí,  intentara arrancarlas con las uñas, incluso en la pantalla se veían  borrosas huellas verticales.

Griselda, la maestra, traía una falda blanca de delgada tela, una blusa de color rojo; zapatillas que contrastaban con la blusa y con aquellos labios carnosos. Eso fue lo primero que observó Ernesto cuando llegó temprano a la clase. La maestra había entrado en el aula antes de las siete de la mañana, Ernesto lo hizo detrás de ella. Prefirió que fuera de esa manera, y no precisamente por educación, sino más bien porque por su mente pasaron atormentados pensamientos.

El chico respiró el aroma del perfume que la maestra había dejado en el aire como una estela; sonrió maliciosamente inhalando hondo intentando en ello guardar la esencia del olor, tal vez para cuando llegara a su casa y se encerrase en su cuarto de soltero, a través de ese estimulante recuerdo pudiera programar la mente para volver a oler el aroma de aquella tibia mañana. Esa fue la primera prueba para suponer que por la mente del chico, una idea todavía en embrión, se cuajaba en su cerebro.

El chico tenía los negros ojos rasgados, una abundante cabellera en forma de fleco la cual resaltaba su escuálida cara redonda, aparte que  lo hacía parecer un chico soso y vacuo. La presencia de Ernesto en un horario que ya no le correspondía, tenía despreocupada a Griselda, ella  dejó de hablar por el teléfono, luego clavó sus verdes ojos sobre la pantalla plana de la computadora, las uñas escarlata resaltaban su color en esas grandes manos níveas de azuladas venas.

La maestra andaba en una edad que frisaría en los cuarenta años, era de tez blanca. Aquella mañana buscaba, urgente, una información  revisando en los archivos. Tenía el entrecejo fruncido, ya el semblante se le había transformado en una expresión de angustia. Los dedos de las manos los deslizaba entre su abundante rubia cabellera.

Era martes, un día supersticioso para muchos que comparten aquellas ideas misteriosas, principalmente para las personas que creen que ese día no deben salir fuera de casa para no agarrar un mal aire.

Griselda se arrellanó en la silla de confort, cruzó la pierna izquierda sobre la otra, había dejado de escribir, ahora tenía puesta su atención en el vacío, cerró los ojos por un instante, echó la cabeza hacia atrás enseguida volvió a abrirlos para mirar en dirección donde se encontraba Ernesto.

El chico tenía el rostro más pálido que de lo normal, su color desaparecía a cada segundo, como si sus pensamientos le estuvieran absorbiendo la sangre, sus manos estaban extrañamente frías; a pesar de eso, su mirada no perdía el brillo febril, perceptible para cualquier persona que lo viera; él estaba consciente de eso, lo sabía porque era dueño de sus insanos pensamientos; era capaz de sentir la arritmia de su corazón, y tal cosa lo excitaba, sentía  la alteración de su sistema nervioso lo cual le parecía divertido como los juegos cibernéticos de la computadora.

Griselda laxó el cuerpo, el chico interpretó la escena muy a su manera, la postura de la maestra había quedado expuesta a sus inquietas miradas, ya sus pensamientos empezaron a fantasear, o quizá aquella idea todavía en embrión le resultaba idónea para aflorarla en ese preciso instante.

Para la mente perversa de un hombre que piensa llevar a cabo sus retorcidos instintos no hay peor resultado que cuando los planes salen a la inversa.

Ernesto  tuvo la sensación de ser un conejillo de indias en un laboratorio, se sintió observado, los verdes y penetrantes ojos de la maestra recorrían las partes visibles de su escrofuloso cuerpo, luego las miradas se encontraron por un instante. Griselda no parpadeó, su mirada de tibia había pasado a  glacial. Colocó su mano izquierda en la cintura, acodó la derecha sobre el escritorio, y recargo su sien sobre el dedo índice, había adoptado la postura de una mujer inteligente, retadora, segura de sí misma.

Ernesto no soportó la mirada de la maestra quien muy abismada en sus preocupaciones, la presencia del chico tan solo era un bulto amorfo. El chico se sintió perdido en esa lucha que creyó, psicológica, regresó la vista a la pantalla plana e hizo como si estuviera tecleando, detuvo su pensamiento, se le ocurrió maximizar el programa de juegos que tenía abierto, sin embargo no dejó de ver con el rabillo del ojo que su maestra, Griselda, aún tenía clavada la mirada en él. 

Volvió a escucharse el sonido del celular, Griselda lo cogió del escritorio y contestó la llamada. Colgó rápido, ésta vez se puso a escribir sobre el teclado, lo hacía rápido, con todos los dedos. Ernesto sintió recorrer un escalofrío por todo el cuerpo, suspiró, intentó sosegarse, sacó el hálito tibio de su boca que ya le oprimía el pecho. “Esta vez lo haré”, pensó, “¡No debo ser un cobarde!”.

Intentó ponerse de pie  jalando la silla hacia atrás, sus dedos comenzaron a temblar. De pie, deslizó el ratón para cerrar el programa de juegos, enseguida lo hizo con todo lo demás que tenía abierto, entre ellos, la foto de la maestra que aparecía en el Facebook en la cual  sólo exhibía medio cuerpo. En ausencia de la maestra, Ernesto besó la pantalla en más de una ocasión, imaginando besar  esa boca sensual.

Cierto día había soñado con su maestra. Mientras se soñaba, él le decía que no deseaba ser su novio, que  todavía tenía pensamientos de niño, más aún que no pensaba en casarse. Cuando despertó, no podía creer que él fuera quien había rechazado a la maestra, sólo habían pasado dos días de aquel sueño, ahora lo traía a su mente e intentó atar los cabos sueltos.

Tal vez ese sueño traía algo de misterio, un rompecabezas que tenía que armar acomodé lugar.

Pensó en la palabra rompecabezas  sin haberlo reflexionado, sin reparar que al iniciar la clase de ese día del martes, Griselda le puso el ejercicio de armar un rompecabezas como práctica para aprender a deslizar el ratón. Ernesto hizo  ardid de su capacidad terminando en breve tiempo. La maestra se acercó a él y éste escuchó muy cerca su respiración. Griselda le dijo que haría la práctica de los códigos alfanuméricos para formar figuras.  El 003 le pareció interesante, representaba un corazón. Al terminar de teclear los números había formado un corazón grande. Transcribió un pensamiento que decía: “Si estas en soledad, seré tu sombra…”

La mente de Ernesto se encontraba confusa. “De cualquier forma lo haré”, masculló. Griselda comenzó a cerrar los programas, deslizó el ratón y dando un clic en “cerrar sesión”, “apagar”, simultáneamente a como lo hacía Ernesto. Ya los dos de pie, Ernesto se apresuró a encontrarse con la maestra, iban a ser las doce del medio día, y la clase de informática había concluido desde las once.

En el rostro del chico se notaba la preocupación, algo tenía que decirle a la maestra. Ella lo notó. Griselda agarró su bolsa de mano apresurándose para salir del aula. Una vez más sonó el celular y se olvidó del asunto.

“¿Es tan temible la insinceridad?”, pensó Ernesto cuando la maestra cerró la puerta del aula y apresurada, subió a su coche.

Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista

Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.

Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
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