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Sección: Editoriales / En la Remington

El costurero

Por: Ricardo Hernández 30/08/2014 | Actualizada a las 10:46h
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UNO

Sentado frente a la máquina de coser se encontraba aquel hombre calvo y regordete con su risa eterna enhebrando la aguja pero no lo conseguía, a veces enhebraba de pie, tal vez para relajar su cuerpo.

Era una mujer delgada, ojos grandes, cara alargada, de cabello alborotado, delgada como la aguja que tenía entre sus dedos.

Esa mujer tenía una característica en particular: torcía la boca constantemente.

Así es que mientras el hombre calvo reía ya como una ridiculez, la mujer gesticulaba. Era un matrimonio como cualquiera en el mundo, sólo que dedicados a arreglar (remendar) pantalones de algunos obreros de las fábricas. “¿Quieres dejar de reírte, Esteban?”, le dijo la mujer. “No puedo, el día que lo deje de hacer será cuando esté a tres metros bajo tierra”; respondió el hombre, “además, hacemos un trato: yo dejo de reír, y tu dejas de torcer la boca, ¿va?” “¿Hum…?”

_ Estéfano, pon atención a tu primer clase de costura, debes empezar por no distraerte, porque de lo contrario puedes encajarte la aguja en un dedo, la máquina es la máquina, ¿de acuerdo?, ¿Estéfano?

_ Oh, si, claro, Lucia, de acuerdo, la costura es de una sola dirección, meter el hilo en la aguja, enhebrar, desenhebrar, los dos pies en el pedal; oh, por supuesto, Lucia, no te preocupes, todo está bien.

Era una mujer de voz suave, rostro fresco, joven, si acaso llegando a mi edad, los treinta, además, delgada, normalmente usaba falda y blusa, algunas ocasiones éstas se las había visto de color celeste, otras, de rosa,  en fin.

Me agrada el olor de su cabello negro, siempre en un aroma que me recuerda cuando recién termino de bañarme. Su nombre: Lucía. A ella le encanta eso de la costura.

La conocí una mañana, es decir, el primer día que comencé mis clases de informática. Cuando llegué al aula, ella ya se encontraba allí, sola, sentada frente a la computadora, tan sólo veía el monitor y el teclado. Luego me di cuenta que ella no sabía nada de nada. Le expliqué los primeros pasos (lo único que conocía) mientras llegaba la maestra. Lucía se quedó contenta.

Al día siguiente me explicó que tenía cinco máquinas de coser. Me interesé en el tema, le dije: “Lucía en casa tengo una máquina de coser que mis padres, en vida, me dejaron, ¿podrías enseñarme?” Ella asintió obsequiosamente.

Ayer  por la tarde fue el primer día.

Mientras practicaba, creí de pronto que la aguja se me iba a incrustar  en un dedo, de no detener la máquina a tiempo acabaría por convertir mi mano en una regadera; con los pies puestos en el pedal de hierro realizaba el mecanismo de vaivén, en eso tuve la sensación de un hormigueo por entre las piernas.

Un pedazo de tela roja se deslizaba bajo la aguja. Manos yertas, mirada expresiva (como aquella al ver algo terrorífico), aceleración del ritmo cardiaco, fluctuación de sangre, la aguja: zic-zi-zic-zic-zic-zic.

El hombre calvo le dijo a Rebeca, su mujer, mientras la máquina emitía el ruido de zic-zic: “¿Ya has pensado cómo le vamos a poner a nuestro bebé cuando nazca?” “Como tú: Estéfano”, respondió la mujer con reticencia, “Pero yo no me llamo Estéfano, mujer”, “Lo sé, pero se escucha mejor”, “¿Y de venir una mujercita?”, preguntó el hombre calvo con esa risa contagiosa.  “Le pondré Rebeca, como yo”, la mujer sonrió, ésta vez  sin torcer la boca. El hombre guardó silencio por un segundo, enseguida porfió: “¿No se te hace que puede salir con la boquita torcida?”, el hombre enarcó las cejas, detuvo el mecanismo de la máquina, luego se mordió el dedo índice. “Lo mismo pienso de tu hijo, sino saldrá con esa risa chocante”, aulló la mujer.

Tengo todo el deseo de aprender a coser a máquina, a parte, estudio informática, aparte doy clases particulares de español, aparte Lucia se propuso enseñarme a coser por las tardes. Me hubiera gustado poder darle a ella lecciones de computación, pero apenas así puedo escribir textos en Word. Para eso está la maestra Griselda, una mujer guapa, alta, cabello rubio; es paciente y de actitud alegre. “Van a ver lo que es el Software y el Hardware”, exclamó.

¡uy!, se me hizo nudo el cerebro cuando pronunció tales términos. Una vez visto eso, nos mostró una práctica de teclado en la computadora: ¡a escribir con todos los dedos! Al iniciar a teclear sentí una atroz desesperación, con deseos de coger el teclado y con fuerza doblarlo a la mitad: ¡crash!

Voltee a ver a mi compañera Lucia,  parecía haberse encogido, se veía chiquita en su asiento, daba la impresión que al igual que yo, se encontraba inquieta. A través del rabillo del ojo derecho, me di cuenta que Lucía volteaba a verme con insistencia. Intenté tener calma, luego puse toda mi concentración en el monitor, el ejercicio ahora parecía fácil.

Dedos laxos, buena actitud, mirada sosiega, el teclado: tic, tic, tic, tic, tic.

Era un día especial en aquella humilde casa, nunca se había visto en la Tierra tanta felicidad como en esa familia de costureros, recién estrenada. Las oraciones del hombre parecía haber dado buenos resultados; orgulloso sostenía con los gruesos brazos a su hijo, Estéfano.

Tanto era el amor de padre, que se desvivía en las atenciones. La mujer de la mueca ambigua, le reprochaba advirtiéndole que de no dejar a ese niño en la cuna por un momento, las exiguas ganancias  de remendar los pantalones de los obreros de la fábrica, disminuirían, entonces de qué vivirían sino de eso.

“Esteban, deja al escuincle en la cuna, que llore, ningún niño se ha muerto por un momento así” “Mujer, no puedo hacerlo, quiero tenerlo entre mis brazos, no soporto su llanto” “Lo que pasa es que tienes un corazón de pollo, eso es todo. ¡Esteban deja al escuincle en la cuna y ven a sentarte frente a tu máquina, tenemos mucho trabajo!”.

El hombre condujo al niño a la cuna, y se detuvo un instante.

_Hoy cumple un año de vida _ murmuró el hombre, su rostro aparentaba una seriedad indescriptible.

_ ¿Quién? _preguntó Rebeca torciendo la boca.

_ ¡Nuestro bebé, Estéfano!

_Y bien _respondió la mujer, dubitativa_, qué esperamos, entonces dejemos todo a un lado, y…

_ ¡Festejemos!”, exclamó el costurero  devolviéndole el ánimo.

Cuando se fue Lucia de mi casa aquella tarde, su aroma de quedó impregnado en el aire, me quedé emulando a un perro cuando olfatea algo. Di unos pasos hacia la máquina de coser, me senté en la silla, luego me pregunté cuánto tardaría en aprender a zurcir, a enhebrar y desenhebrar, si algún día, acaso, pudiera llegar a ser un buen costurero o un excelente sastre.

Aunque nada tiene que ver la informática con todo esto, es mi deseo aprender a usar mejor mi computadora, aparte, que en la escuela conocí a Lucia, de no haber sucedido eso, aquella inquietud que he tenido por usar la máquina de coser, hubiera tenido que esperar todavía más tiempo.  

Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista

Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.

Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
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