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Sección: Editoriales / En la Remington

Una lluvia menuda e incesante

Por: Ricardo Hernández 25/07/2014 | Actualizada a las 10:33h
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VII

Esa noche caía sobre el oscuro valle una lluvia menuda e incesante; unas espesas gotas de agua fueron amartillando la tierra húmeda: plas, plas, plas…, plas. La ventana de madera chirrió de pronto, produjo ese sonido extraño en medio del silencio, luego volvió a chirriar, como si el mismo viento intentara encontrar la forma de materializarse;  por qué no pensar que bien podría buscar a la ventana para jugar con ella.

La ventana se abría y cerraba, sigilosamente. Ninguna veladora tenía encendida su tenue luz, porque de lo contrario por medio de la llama, se verían las ondulaciones, ese serpenteo constante, monótono y efímero, reflejo de las gráciles ráfagas de aire.

El frío de la brisa acarició los pómulos de Zaida Sofía, la chica sintió de pronto esa incomodidad absurda, y tras el torpor del sueño, prefirió cubrirse los ojos con la montaña de cobijas. Ese gesto fue algo así como un juego de respiración, ya que no vaciló un segundo cuando volvió a colocar las cobijas bajo su nariz.

Zaida Sofía era ese tipo de personas que no les agradaba cubrirse hasta la cara, pero esa noche glacial y húmeda, hubiera dado hasta sus pulmones para sentirse acogida. La ventana aleteó una vez más, aunque muy lentamente. Sofía optó por levantarse y encender la llama de la veladora. A tientas se dirigió a la mesa rectangular hasta que por el tacto sintió la caja de fósforos. Sacó uno y con suerte pudo darle calor a la llama. Cerró la molesta ventana de madera. Enseguida regresó a su lecho, y se hundió bajo la égida de las reconfortantes cobijas. “¿Qué hora es?”, se preguntó, “¡cómo no se me ocurrió ver el reloj antes de volverme a acostar!”.

El sueño se le extravió en algún paraje nocturno del bosque.

Las espesas gotas en su eterno plas, plas, plas, terminaron por abrir aquellos ojos aceitunados y vivaces. La lluvia continuaba menuda e incesante. De súbito, un pensamiento brilló en la mente de la chica como una estrella fugaz. “¡El radio!”, exclamó de júbilo, y como si se hubiese sido una sorpresa, su estado de ánimo la volvió locuaz, al grado de incorporarse apresurada como una chiquilla.

“¡El radio, el radio, el radio!”, se repetía. El aparato se encontraba sobre un desvencijado buró de madera. Sofía no vaciló en incorporarse, y bajo la penumbra, consiguió encenderlo llevándoselo asido a los brazos como un gran tesoro.

La estación de radio anunciaba los productos Bayer y sus laboratorios, eso le hizo acordarse de su niñez cuando  su padre se despertaba a las cinco de la mañana a calentar agua para el café. A Sofía esa voz varonil y a la vez extraña, le robaba el sueño, por eso al abrir los ojos preguntaba: “Papá, ¿por qué siempre escuchas la estación de los laboratorios Bayer?”, su padre era un hombre de cuarenta años entonces, le respondía con una sonrisa irónica: “Porque me agrada escuchar la voz del locutor, hija, su voz me despierta”. “¡Ah!”, gemía ella en un sopor desde su cama. “¿Y no hay nada más interesante, papá?” “No, hija, no hay nada más interesante que la voz del locutor”.

Sofía pensó en girar el botón para cambiar de estación, escucharía un poco de música. Desde hacía tiempo que el radio sólo había pasado a formar parte de los adornos de la casa, se había convertido en un simple objeto. Ahora era diferente, pensó en contactarse con el mundo a través del sonido. Pero cambiarle a una estación de música, no era precisamente su deseo; no a esas horas de la madrugada, cuando aún ni los gallos habían emitido su primer canto del día. Lo pensó unos segundos. Prefirió seguir en la estación de los productos Bayer para recordar a su padre, tal vez en la ciudad estaría _al igual que ella_, escuchando su estación favorita, aunque eso estaría por verse, aún no era la hora en que su padre pudiera dar señales de humo; tan sólo lo imaginaba ella,  pues no había nada más interesante en ese momento.

Zaida Sofía permaneció muda.  Por primera vez intentó poner su atención a la voz del locutor.

Era verdad, la voz del hombre era varonil, fuerte, intensa, motivadora, locuaz. Se imaginó a un locutor con el porte de un hombre de espaldas anchas, traje verde, corbata amarilla, barba partida, alto, de tez blanca, cabello negro, de rayita por un lado, con el producto del insecticida en la mano. “Ha de ser un hombre guapo… ha de ser casado… debe ser interesante…”, suspiró ella.

Tenía los ojos cerrados, levantado el mentón, como si estuviera esperando a que alguien le diera un  beso. El sueño ya se había esfumado, como la espuma de la cerveza, como la espuma del mar. Si Sofía se hubiera preguntado qué es lo que hacía en ese bosque, con seguridad habría saltado en su mente la respuesta, tal vez una respuesta ambigua, quizá una razón sincera.

No podía darse el lujo de desequilibrar sus pensamientos, no se perdonaría un sólo error, se sabía una mujer inteligente, y el hecho de vivir en ese bosque rodeada de árboles de pino, cedro y encino no la hacían vulnerable, si no todo lo contrario, se demostraba a sí misma la fuerza interior con la que poseía.

Regresó su pensamiento a la estación de radio, en efecto, la voz del locutor provocaba que cualquier mente hurgara en sus adentros. “Ahora entiendo a mi pobre viejo _se decía como un consuelo_, él, con su café en la mano, permanecía pensativo en la poltrona”.

La chica colocó a un lado el aparato e incorporándose de forma inesperada, levantó con sus dos manos una esquina del colchón; lo sostuvo con la mano izquierda, con la derecha sacó un periódico, luego dejó caer el colchón y tras darle un empellón con la rodilla, lo acomodó en su sitio.

El periódico había cambiado su color original y ya se veía en un amarillo pálido. “¡Tengo dos años en el bosque!”, exultó, “¡qué rápido se ha pasado el tiempo!”. Al bajar a la ciudad, Oscar, el guardabosque, había recogido un encargo para Sofía de parte de su madre: era una carta.

Sofía pensó en regresar pronto a la ciudad y en ese éxtasis, se vio pisando los pasillos de la Universidad. Al tener el periódico en la mano, se le vino a la mente una grabadora de reportero, y una buena libreta.

La chica tenía todo el talento del mundo, le gustaba hacer preguntas, era inquieta, inteligente, arriesgada.

El hombre de los laboratorios Bayer la hacía salirse de su mundo real, y sin querer también paseaba su pensamiento por las calles de la ciudad, haciendo vida social; escribiendo en su computadora, leyendo libros, revistas, periódicos, enterándose de lo que sucedía en el mundo oriental y occidental; pasando revista a las mejores librerías, echando ojo  a las nuevas publicaciones literarias, en fin, del otro lado del bosque le esperaba un mar de conocimientos. Todos esos azoramientos la terminaron de despertar.

El canto de un gallo apenas le fue perceptible.

Después de tanto pensar y pensar, como el perro que da vueltas a su alrededor y termina por acostarse en el mismo lugar, Zaida Sofía reparó en que de nada servía inquietarse tanto, el bosque era encantador, el clima en el que mejor se adaptaba, pero ya habría la oportunidad de decidir su futuro próximo, por ahora dejaría que la lluvia continuara humedeciendo su historia. Zaida Sofía, en la cama, tan sólo veía la palidez del periódico sin leerlo, escuchaba, atenta, la estación de radio: Laboratorios Bayer.

Tras apagar luego el aparato abanicó el periódico con fuerza provocando una ligera corriente de aire: la lánguida llama de la vela, expiró; en la densa oscuridad la chica arrojó el periódico al suelo, y se abismó nuevamente en sus pensamientos… la lluvia caía menuda e incesante.

Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista

Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.

Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
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