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Sección: Editoriales / En la Remington

Papito José

Por: Ricardo Hernández 18/04/2014 | Actualizada a las 18:00h
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Era una tibia mañana del sábado, los ladridos del Roro súbitamente despertaron al niño Heriberto: más tardó en abrir los ojos que en volverlos a cerrar. Los ladridos surgieron con más insistencia acompañados del ruido de los cerdos, los cuales encontrándose acorralados cerca del alambre de púas no veían ninguna salida, sin embargo había demasiado espacio sobre ese pasto verde. El Roro emitía unos gruñidos roncos y ahogados; era un animal de pelo blanco con una mota café claro en el ojo derecho; su mirada era vidriosa, y sus pasos, sigilosos.

Heriberto volvió a abrir los ojos y echó una mirada acuciosa por su alrededor: papito José no estaba en su cama y mamita Lupe, se encontraría con seguridad en la cocinilla, lavando los platos o poniendo leña al fuego de la hornilla; eso si lo sabía porque era la costumbre, pero papito José había dicho a Heriberto que se durmiera temprano para que lo acompañase a traer heno para la mula, y él había dicho a su vez: “Sí, papito José, pero no te vayas a ir sin mí”.

El niño se talló los ojos con los nudillos. El Roro no dejaba de ladrarle a los cerdos. “¡Los va a matar!…”, pensó Heriberto arrojando a un lado la cobija.

En días pasados el perro blanco había matado a Kroski, un chihuahueño de pelo café oscuro. Por eso cada vez que ladraba el Roro, el pequeño Heri se levantaba abruptamente de la cama, o cuando se encontraba jugando en el pasto con su bicicleta, le daba con más fuerza a los pedales para saber dónde andaba ladrando el Roro.

En una de esas ocasiones en que ladró insistentemente el perro, el niño estudió el movimiento de los labios de papito José quien permanecía a su lado, en la cama, mientras a Heriberto le llegaba el sueño : “No pasa nada, hijo, duérmete”.

Había llegado la noche ese día y con ello, las estrellas se veían centelleantes.

La casa de madera era acogedora, en ese valle rodeado de frondosos árboles de cedro y encino, donde el heno colgaba como adornos de las ramas. Papito José le había enseñado al niño Heriberto como bajar el heno de las ramas, con una vara larga y una especie de gancho en la punta. Aunque lo intentaba, prefería meter el heno en el costal, e irlo rellenando poco a poco conforme papito José lograba bajar un tanto.

El costal lleno no pesaba gran cosa, por eso Heriberto le encantaba acompañar a papito José subiendo por las rocas desnudas, llegando a la cima de la montaña para conseguir heno como alimento de la mula. Toda esa experiencia de ir y trepar por las rocas, recoger heno, escuchar el gorjeo de los pájaros entre las hojas y, sobre todo, acompañar a su abuelo, era una diversión para él. Papito José lo quería como si fuera su propio hijo.

Heriberto sabía que papito José era su abuelo, pero de cariño le decía papito José. Ambos se querían. El viejo ya de regreso a casa, luego de cortar trozos de madera en el bosque junto a varios trabajadores, no demoraba mucho al preguntar por su nieto. El niño tenía ya seis años, y lo cuidaba desde recién nacido. La historia de la madre del pequeño era un tema que poco a poco le iban explicando, algo que aún no lograba comprender del todo. Al decir de su padre (hijo de mamá Lupe y de papito José), residía en los Estados Unidos.

Aquella mañana el Roro volvió a ladrar, y tras una especie de agitación, el niño exclamó: “¡Papito José!”, “¡¿A quién le ladra el Roro?!”

El perro alcanzó a escuchar la voz del niño, y junto a los cerdos, los ladridos se fueron escuchando cada vez más como un débil eco arrastrado por el viento, y que, al mismo tiempo se estrellaban contra las rocas.

Mamá Lupe salió de la cocinilla con un vaso de leche tibia en la mano; pronto entró a la habitación donde permanecía el pequeño sentado sobre el borde de la cama en una expresión de susto.

_ ¿Qué tienes, mi niño?, no pasa nada, es el Roro que corretea a los asquerosos cerdos.

_ ¿Y cuántos son, mamá Lupe? _preguntó el pequeño que, con la presencia de mamá Lupe, había cambiado el semblante. Ahora tenía una actitud de alegría.

_ ¿Y para qué quieres saber cuántos cerdos son, mi niño?... son tres, pero el Roro ya los echó para fuera.

_ Mamita, Lupe: ¿y mi papito José? _ El niño se había terminado de tomar el vaso de leche, y mientras preguntaba por papito José, hacía nudo las agujetas del tenis.

_ Papito José anda por el heno de la mula _dijo mamá Lupe mientras veía a su nieto abrocharse el tenis.

_ ¡Gracias, mamá Lupe! _Luego de decir eso, el niño arrancó hacia las rocas.

Mamita Lupe lo cuidaba con la mirada a través de la ventana. Papito José no subía muy lejos, porque sabía que Heriberto lo buscaría en cuanto supiera que él andaba por el heno.

Mamá Lupe se quedó pensativa al haber descubierto en el rostro del pequeño aquella expresión característica de los niños enfermos, llegó a pensar que quizá todo ello se debiera a la muerte de su perrito Kroski, tal vez le hubiera afectado. Pero qué hacer con el Roro ¿matarlo?, ¿habría otra opción mejor?

Los pensamientos de mamá Lupe se hundieron en un abismo de incertidumbre. Una idea bullía en su cabeza: “Si, quizá eso sea mejor, acabar con ese animal…”. Ahora el rostro de mamá Lupe se había transformado como el de una mujer malvada y perversa. “¡Qué estoy pensando!”, se acució; había juzgado sus pensamientos, sin embargo su espíritu permanecía desazonado: “¿Podría vivir con un corazón endemoniado y creer en Dios?”

La puesta del sol era dorada aquella mañana en que Heriberto se fue en busca de papito José; los oblicuos rayos traspasaron las ramas de los árboles.

Con la celeridad que caracteriza a los niños sanos, Heriberto trepó roca tras roca hasta llegar a un paraje donde papito José, casi terminaba de recoger el heno.

_ Mi niño, ¿no viste de casualidad heno por donde venías?

_ ¡Sí, papito José! _ Jadeante, respondió el pequeño_; allá abajo hay mucho.

_ Entonces vayamos hacia allá _dijo el abuelo, contento_: ¿podrías llevarte el costal, hijo?

El niño cargó con el costal que bien podía hacerlo sin hacer mucho esfuerzo.

Llegó la noche y con ello un extraño pensamiento agitaba el corazón de Heriberto. En la cama se  daba vueltas como si una fuerza invisible lo zarandeara cual sin un títere  movido por los hilos. Papito José  veía ese desasosiego en su nieto, envuelto en la penumbra a la luz de una vela; mamita Lupe aparentaba dormir.

De los ojos del pequeño brotaron tibias lágrimas. Era una noche con viento; el rumor de las ramas de los árboles hacía aún más penetrante la melancolía que invadía el confuso corazón del niño. Una señora joven, delgada y de buena apariencia, le había proferido un beso en la mejilla, luego al romper en llanto, la mujer se alejó sin decir palabras.  A Heriberto se le había pasado ese detalle para contárselo a papito José.

Un sentimiento profundo salía a la superficie provocando que de sus  negros ojos afluyeran secretas lágrimas.

Papito José se acercó al pequeño, quien al instante, se cubrió los ojos con la cobija. Papito José le susurró al oído: “¿Qué te pasa mi niño? ¿En qué piensas?” Heriberto le contó  lo sucedido en la escuela en anteriores días. “Mi niño…”, gimió el abuelo, “esa mujer es tu m…” “¡No digas nada, papito José!”, interrumpió el pequeño rompiendo a llorar como si una especie de miedo por conocer la verdad lo hiciera entrar en pánico, pero papito José lo consoló acariciándole la cabeza, dándole tiernos besos en la frente.

Papito José sintió de pronto un vacío, sabía que tarde o temprano llegaría el momento en que madre e hijo se buscarían y ellos se quedarían solos; en la casa habría con seguridad ese silencio capaz de asfixiarlos. A pesar de las circunstancias, tenían en mente que ellos eran los abuelos y el niño, llegada la edad necesaria, él decidiría ya por su madre, ya por ellos; sin embargo no eran de corazón duro, amaban al niño, a su único nieto por quién se desvivían desde el día en que su madre se los entregó para hacer su vida aparte.

_ Mi niño _papito José habló con voz trémula_, no temas por lo que te voy a decir, estoy y estaré contigo todo el tiempo que tú quieras, pero es necesario explicarte quién era esa mujer que te dio un beso: es… tú…es tu madre.

El pequeño ahora lloró de gusto, abrazó a papito José con tanta fuerza como si a través de ese abrazo descargara su energía; pronto se recuperó y de sus ojos brotó un brillo de alegría.

_ Gracias papito José _dijo el pequeño. Había recobrado la calma. Mamá Lupe escuchaba atenta bajo las cobijas; en secreto se enjugaba las lágrimas. Ella sintió ese miedo muy parecido al de su nieto. Inopinadamente de los labios de Heriberto salieron palabras de consuelo para sus abuelos:

_ Aunque vuelva a ver a mi mamá _ dijo el pequeño en voz baja_, nunca dejaré de quererlos papito José, ni a ti ni a mamá Lupe _ tras de eso, le dio un besó a su abuelo en la frente.

 El viento se escuchaba más intenso. Envueltos en la penumbra, esa noche papito José durmió junto al pequeño. Mamá Lupe se quedó pensativa, gimiendo, un último pensamiento pasó por su cabeza: “No lloraba por la muerte de su perrito; era por su madre…”.

Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista

Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.

Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
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